Leo que a una enfermera de nuevo contrato le están pagando en Portugal unos 400 euros al mes, o incluso mucho menos. No sé si esto ocurre ya entre nosotros, pero es muy probable que sea así. 400 euros por un trabajo cualificado es un sueldo de Ucrania o Kazajistán, aunque tengo la impresión de que estos salarios van a ser los habituales en Grecia, Italia y España para las nuevas contrataciones. Hace sólo dos años se nos decía que jugábamos en la Champions League, pero ahora resulta que era la Champions League de los Urales. ¿Qué diablos ha pasado aquí?

Pues lo que ha pasado era algo evidente desde hace mucho tiempo, aunque nadie quiso darse cuenta. Un día, hace dos o tres años, hice este experimento: me asomé al balcón y conté el número de prejubilados y jubilados que vivían en mi mismo edificio. Luego conté el número de vecinos que vivían de un salario público, ya fuera autonómico o local o nacional, y después conté los que vivían de un salario del sector privado. El resultado fue desolador: la proporción era de tres salarios públicos (o pagas de jubilación) por cada salario privado.

Ya sé que este experimento no tiene ningún fundamento científico, pero cualquiera podrá comprobarlo si lo hace en su propia casa. Vivimos en una sociedad de jubilados y empleados públicos que apenas puede sostenerse con las aportaciones de la economía productiva, de modo que los jóvenes que empiezan a trabajar tienen que entregar una parte proporcional de su sueldo a esos empleados públicos y a esos jubilados. Y además tenemos tres administraciones superpuestas, a las que hay que mantener con los ingresos cada vez más exiguos de la economía real. Italia y Portugal no tienen la misma hipertrofia administrativa, pero de algún modo están viviendo las mismas circunstancias de estancamiento económico y envejecimiento de la población. Y si una enfermera recién contratada gana 400 euros en Portugal, es porque los 800 euros restantes que deberían figurar en su salario se deben destinar a sostener todo ese inmenso tinglado de salarios públicos y pensiones de jubilación. Es una injusticia sangrante, pero así están las cosas.

Recuerdo que hace casi veinte años, en 1996, el sabio don José Barea -que tiene un aire a lo Elías Canetti- ya avisó de que nuestro nivel de gasto público era insostenible según el ritmo de envejecimiento de la población. Aznar había contratado al profesor Barea para que cuadrara los presupuestos, pero Barea empezó a decir que había que controlar el gasto de forma drástica si no queríamos llegar a la bancarrota. Aznar se mosqueó y devolvió a don José Barea a su puesto de catedrático emérito de Hacienda Pública. Ahí se acabó todo. Pero cada vez que oigo decir que nadie previó la crisis, me acuerdo de don José Barea, que no ha ganado ningún premio Nobel, pero que supo vaticinar casi paso por paso todo lo que ha sucedido. Y lo hizo en 1996, cuando ni siquiera había empezado a formarse la burbuja inmobiliaria.

Hace 150 años, Nikolai Gogol contó la historia de un personaje llamado Chíchikov que se dedicaba a comprar siervos muertos -en Rusia todavía existía la esclavitud- para hacerlos pasar por siervos vivos, "sus" siervos, y obtener un préstamo sustancioso a cuenta de esos siervos que ya no existían. Esa historia está contada en Almas muertas, que es una de las cuatro o cinco mejores novelas del siglo XIX, y prefigura en cierta forma todo lo que nos ha ocurrido. Si Chíchikov quería convertir las almas muertas de los siervos en dinero contante y sonante, nuestra clase política ha actuado a la inversa, ya que se ha dedicado a convertir el dinero contante y sonante de los fondos comunitarios en un vasto censo de almas muertas (en sus múltiples variedades administrativas), con lo que se ha garantizado el agradecimiento de la población y la colocación de una inmensa cantidad de allegados. Repito que una gran parte de los empleos públicos son imprescindibles, y entre ellos cuento a esa enfermera portuguesa -bendita sea- que hace su trabajo por menos de 400 euros. Pero también es verdad que se han creado miles de empleos públicos ficticios con propósitos electoralistas que sólo pretendían contentar a la población. En un país serio se despediría a los empleados de los puestos ficticios y se dejaría a los que tienen una función importante que cumplir. Aquí, por supuesto, se hará todo lo contrario. Dentro de poco lo veremos.