En un ataque de superioridad eurocentrista los directores de los cinco periódicos más importantes del mundo, reunidos en Madrid el pasado miércoles, dieron por hecho, cada uno con sus matices, que la difusión de los papeles de Wikileaks fue decisiva para los cambios que se suceden en los países árabes. La misma traslación (aplicar las razones europeas a otros contextos extremos) la encontramos en la idea que da pábulo al carácter misional de la tecnología (móviles y redes sociales) en derrocamientos como los de Túnez y Egipto. Ambas explicaciones parecen minusvalorar la condición objetiva de las diferencias sociales, la ausencia de derechos democráticos, la libertad de prensa, la tortura, el precio de los alimentos, los bajos salarios..., todo lo que conlleva y manifiesta en sus acciones un régimen autocrático con un pueblo sometido. Hasta tal punto se ha solidificado la creencia de que no es posible otro mundo en los países árabes que, en la máxima alegría del eurocentrismo, se ha pensado que el estado natural de estas sociedades no podía ser otro que el de la violencia permanente entre ellos, o bien estar a las órdenes de una familia dictatorial. Esta miopía poscolonial nos ha procurado engendros como Gadafi, al que le hemos permitido pasearse por Europa con su jaima gigante y su corte de amazonas vírgenes (así lo fundamenta el desnortado sátrapa libio), con acampadas en parques públicos que acogieron en su momento grandes manifestaciones por la libertad. Permisividad, hipocresía, cinismo, colegueo o amiguismo que, en caso alguno, contribuyó a racionalizar el pensamiento de Gadafi, sino más bien a empotrar en sus cuentas de la City londinense cantidades ingentes de dinero como símbolo del saqueo de su economía nacional y el reparto del botín entre el clan. La historia se repite con Mubarak en Egipto y Ben Alí en Túnez, y queda pendiente de ponerse al descubierto entre los grandes, pequeños o minúsculos estados que orbitan alrededor de los pioneros de las revueltas, calificadas ahora en toda regla de revoluciones con un alcance tan geoestratégico como lo tuvieron en su momento la Perestroika para la extinta URSS o la caída del Muro de Berlín para los callosos residuos del comunismo.

Los atentados contra las Torres Gemelas de Nueva York el 11 de septiembre de 2001 supusieron el desembarco de un nuevo orden en las relaciones internacionales, con la teoría Bush de ataque preventivo contra los estados sospechosos de dar cobijo a la red yihadista Al Qaeda. La obsesión contra el terrorismo árabe quedó patente en la guerra de Irak, y con el retorno al baúl de los harapos de los llamamientos de los analistas para crear las bases de un entendimiento que tenía su pilar más alto en un acuerdo entre Palestina e Israel. La nueva era, espantada por el Apocalipsis de Manhattan, dejó atrás sus propósitos renovadores, con el rediseño de alianzas y con heridas tan escabrosas como las del penal de Guantánamo (vergüenza de la tortura de Estado) y las deportaciones secretas de presos entre la oscuridad aeroportuaria europea. Es evidente que cualquier ilusión democrática para la zona quedó aplazada, y yo diría que hasta dada por imposible ante la sorpresa con las que Europa y los EE UU acogen la reacción en cadena de revoluciones protagonizadas por la sociedad civil (sin mandato religioso). Al mundo desarrollado le toca demostrar, ya en el siglo XXI, si prima el beneficio de la tradicional instrumentación con una excelente trágala para las convicciones, o bien por una vez se intentará atender a las demandas democráticas de tantos jóvenes y mujeres de los países árabes cuyas vidas se desangran en las calles.