Tres años después de la quiebra de Lehman Brothers (uno de los bancos de inversión más importantes del mundo, con más de 150 años de historia detrás), desencadenante de la peor crisis financiera desde 1945, la tempestad no amaina y amenaza con recrudecerse.

En Estados Unidos, tras haber rescatado su sistema financiero y después de varios estímulos fiscales y monetarios (como los tipos de interés al 0 por ciento y dos expansiones cuantitativas), la economía muestra riesgos de recesión de cara a 2012, cuando Barack Obama afrontará una difícil reelección por culpa de una cifra: 9 por ciento o actual nivel de paro estadounidense, demasiado alto para sus estómagos.

En Europa, la situación no es mejor. Con una Grecia quebrada (aunque, oficialmente, no se acepte, por las dañinas consecuencias derivadas para muchos bancos europeos, tenedores de deuda helénica sin valor) y ante el riesgo de contagio a países "imposibles de rescatar" (como Italia o España), Alemania debe decidir si deja caer a Grecia (¿cuando las pérdidas en bancos alemanes estén cubiertas?) y si crea un alivio temporal sobre las naciones periféricas con eurobonos, que respalden sus emisiones de deuda... a cambio de mayor control fiscal y presupuestario desde Berlín. El problema está en que Europa siempre tarda en adoptar medidas de envergadura y los inversores del mercado aprietan más que nunca.

Pero lo peor es algo que se ha olvidado: los productos que acabaron causando el derrumbe de Lehman (los derivados financieros o contratos por los que dos partes pagan por un activo, a futuro, a partir de la evolución de su precio) siguen sin control. Y si 700 billones de dólares (12 veces el PIB mundial) campan a sus anchas sin nada que les respalde, el riesgo de otro accidente como el de Lehman sigue vivo.