Si Terrence Malick pretendió tender un puente entre el panteísmo cósmico y las religiones de Occidente (El árbol de la vida) fracasó totalmente. Ahora bien, si buscaba lo contrario, o sea, reflejar el abismo insuperable entre la grandeza y belleza del Universo y nuestras pequeñas fórmulas para relacionarnos con el más allá con pasión de contable, ha logrado, sin duda, su objetivo. Temo que se trata de lo primero, y estamos simplemente ante una película estrellada por no medir, aunque los restos del accidente sean, a ratos, gloriosos. No cabe establecer relación alguna (¡qué soberbia, intentarlo!) entre la indescriptible belleza de la Creación, que el filme refleja con arte soberano, y la vulgaridad del libreto humano de la vida, por más tragedia a la que se recurra para insuflarle trascendencia. La última secuencia, con la gente del más acá compartiendo el más allá, resulta patética.