Almodóvar se ha empeñado en demostrar que no es un genio, y sólo podemos aplaudir esta convicción. Quise responder a su última película con un acuse de falta de recibo, pero advertí que volvía a conjurarse cierta emoción colectiva en torno al interrogante "¿te has descargado la última de Pedro?" Me dejé arrastrar por la inercia. Pagué, porque sólo pirateo a los grandes maestros. Tiendo a creerme todo lo que publican los periódicos, pero me costó masticar el argumento de La piel que habito -también llamada El doctor Frankenstein se apellidaba Pérez-. Mi perplejidad creció al contemplar un debate público polarizado en torno a cuestiones anecdóticas como el sexo del mal, o la sorpresa de que la cirugía estética tampoco da la felicidad.

Me concentré en el núcleo de La piel que habito, tras descubrir que el BMW blanco que promociona insaciablemente la película apenas pasa por el portón de la residencia, provocando los momentos más emocionantes del melodrama. Como el periodismo debe acusar sin rencor, constato también que Banderas no cambia las sábanas de su cama, comportamiento inexcusable en un cirujano estético que se acuesta cada noche con una nariz distinta. Ítem más, los actores fallecen de disparos notoriamente insuficientes para justificar el desenlace fatal.

En cuanto a los protagonistas de esta versión cara de Átame, el director presume de haber conseguido que Banderas no transmitiera ninguna emoción, como si tuviera alternativa con un actor que confirma la ósmosis entre los componentes de un matrimonio. Ha coronado las cimas interpretativas de Melanie Griffith, y demuestra que es un espectador aprovechado de Urgencias. La eficaz Marisa Paredes sólo dispone de una frase, "Pedro, ¿qué diablos estoy haciendo aquí?" Elena Anaya es la culpable de que numerosos espectadores permanecieran en la sala hasta la finalización del metraje. Jamás mancillaría su imagen dirigiéndome a ella con mis palabras, así que las tomo prestadas de Juan Benet. "No existe un vestido como tu cuerpo".