El escenario sobre los controles que tuvieron que existir para alertar de la crisis económica sigue destilando emociones. Hay varios grupos: los que detectaron turbulencias, pero desconocían que fuesen tan fuertes; los que siguieron a lo suyo, cobrar nóminas monumentales pese a los números rojos de sus empresas; los que no hacían caso a los analistas y seguían adelante con sus estrategias financieras; los que bendijeron a ejecutivos que se lo comían todo pero ponían en grave riesgo la estabilidad de su compañías... Y ahora le llega el turno a un organismo dedicado, precisamente, a la seguridad financiera del orbe, el Fondo Monetario Internacional (FMI), abandonado por Rodrigo Rato antes de finalizar su mandato (2004-2007). El organismo, en la etapa del ex ministro y hombre fuerte ahora de Caja Madrid, le puso la banda de honor a la banca de las hipotecas basura de los Estados Unidos y a la desastrosa cimentación financiera de Islandia, según la auditoria que se difundió la semana que acaba.

Las reacciones exculpatorias al banquero (entre ellas, la del propio Zapatero) nos abren un nuevo subgrupo que, al parecer, actuaba buenamente, de manera diligente en sus funciones, con la eficacia debida a sus sueldos y minutas, pero que de forma alguna pudo vaticinar lo que se le venía al mundo encima. Me cuesta entenderlo: todos, a la vista del ímpetu con que la gente se hipotecaba al alza, teníamos unos rudimentarios conocimientos de que algo podía ocurrir, lo que se empezó a llamar burbuja inmobiliaria con sus respectivas ramificaciones. Pero a la vista de cegueras como la del FMI, nuestra percepción sólo podía ser catalogada de mero fenómeno hipocondriaco, de sabiduría elemental, de alma en pena que sólo piensa en el mal. Y llegamos a la siguiente hipótesis: el centenar de economistas de alto nivel del organismo que presidió Rato no pudo vaticinar nada dado que la ciencia económica se ha convertido en una alquimia, superada suntuosamente por la capacidad de la meteorología para hacernos saber sobre la llegada inmediata o no de una borrasca. Me cuesta creerlo, y observo una defensa muy orwelliana: "Fuentes próximas a Rato (...) indican que el informe [la auditoría] olvida que desde la crisis asiática las competencias sobre estabilidad financiera no correspondían al FMI, sino al G-7, y dentro de él al Foro de Estabilidad Financiera". ¡Menudo enredo!

El siguiente capítulo de un ensayo para la ceguera del FMI (si me permite el venerable Saramago desde su lugar) es el descubrimiento de la inutilidad organizativa, y sus consecuencias en el ejercicio del poder. La auditoria desvela dos situaciones complementarias: funcionarios que están en desacuerdo con "las ideas dominantes", pero que se cuidaban de no llevar la contraria para no arruinar sus carreras, y sobre todo a Estados Unidos, uno de los principales accionistas del dichoso Fondo. Por derivación de lo anterior, nadie abría la boca más allá de la contundente versión oficial. Las disfunciones observadas por el informe no las creó Rato, sino que venían de atrás, cuajadas a lo largo del tiempo. La desconcertante coyuntura nos lleva a la diabólica reflexión, claro está, de la falta de fiabilidad de tantos y tantos organismos mundiales que, aparentemente, fueron creados para poner en orden situaciones sangrantes, o bien para armonizar deseos encontrados entre naciones. Podemos llegar a la conclusión de que el orden del planeta, los cónclaves dedicados a la búsqueda de la paz y a calmar la pobreza, dedicados a rimbombantes cumbres, sólo serían una ficción más, entretenidas en aparentar una acción no existente.