Mariano Rajoy saltó conscientemente el miércoles pasado al interior de la tostadora con el termostato a tope. Ni siquiera sabe si el mecanismo de eyección funcionará y al menos podrá salir chamuscado, o se quedará dentro achicharrado para siempre. Las críticas ponderadas se han sucedido en estos cuatro días: inútil, mentiroso, fascista, exterminador del Estado de bienestar, sádico que se ensaña con los más débiles, y en este plan. El súmmum de esta mesura inteligente lo ha alcanzado un alcalde al declarar que "si el PP pudiera suprimiría todos los consistorios, pero no lo hace porque quedaría fatal ante la opinión pública". Claro, por eso ha subido el IVA, reducido las prestaciones por desempleo, y suprimido una paga extra a los funcionarios, para quedar bien ante la opinión pública. Este nivel de perspicacia en el análisis y la brillantez de algunos insultos sin duda justifican una bajada del cuarenta por ciento del sueldo a los políticos, para que se vayan todos, porque es un desperdicio tener a gente tan cualificada ocupándose de algo tan intrascendente como es la gestión de la cosa pública.

Es tal el nivel de frustración que necesitamos deformar la realidad para que la crítica nos parezca más eficaz y llegue directamente a nuestra alma. Yo sólo pido que no me tomen por idiota. Excepción hecha de alguna lela maleducada que no sabía ni dónde estaba sentada, dibujar a los diputados del Partido Popular como un grupo de psicópatas que disfrutan aplaudiendo el machetazo de Rajoy, como si les diera igual repetir o no en sus escaños, quizá ayude a aliviar la rabia colectiva, pero es una demagogia inútil y boba. Yo no vi a sus señorías jaleando a Rajoy por su hazaña recortadora. Observé muchas caras de funeral en solidaridad con un serio aspirante a pasar a la historia como el Presidente del Gobierno más fugaz de las últimas décadas. A mí me pareció que muchos le observaban como a una especie de samurái con su katana ensangrentada en la mano tras el harakiri. Porque ya nadie confía en que esta última descarga eléctrica sea la definitiva para reanimar a un país infartado. La propia personalidad prudente y contenida de Mariano Rajoy es la antítesis del reformador radical, del líder audaz, casi intrépido, que reclamamos en estos momentos. Ni siquiera Churchill encarnaría hoy la garantía del éxito, y Obama corre el riesgo de convertirse prematuramente en conferenciante de lujo. Pero es de estúpidos pensar que Rajoy ha tomado estas medidas draconianas desde la mala fe, o pensando en acelerar el desplome de su imagen. Las ha anunciado obligado por quienes nos prestan el dinero para evitar nuestro desastre financiero, y pensando que el Banco Central Europeo comenzará ya a inyectar liquidez para que así disminuya el coste inasumible de nuestra financiación exterior. He aquí el error, porque siendo éste un problema muy grave, es coyuntural.

Nuestro país afronta diariamente un gasto político ingente (digo político, no público) para mantener una estructura engordada en una época de ingresos que ya no volverá. Esto lo sabe Rajoy, y también lo sabe Rubalcaba. No me estoy refiriendo a la necesaria revisión de la arquitectura político-territorial del Estado. Hablo de centenares de miles de personas que viven de un sueldo público, y que no aportan absolutamente nada a los servicios que deben prestar las administraciones, una descomunal burocracia clientelar aquejada de obesidad mórbida, alimentada exclusivamente y durante años por bollería industrial en forma de afiliados de baja cualificación, y suministrada irresponsablemente por partidos políticos que han renunciado a su deber de reclutar a los mejores para convertirse en agencias de colocación de amigos y familiares. A la hora de extraer grasa, el cirujano Rajoy está paralizado por el pánico a la consiguiente contracción del PIB y al incremento inmediato y brutal del paro. Va confiando el alivio de la altísima fiebre a la subida de impuestos en una economía deprimida que se va a hundir aún más, mientras presentan una reducción del número de concejales que se materializará dentro de tres años. Los mercados olfatean ese miedo y no tragan, porque los actuales contribuyentes, y los que se prevén en el futuro inmediato con esta estructura productiva, no podemos mantener a ocho millones de pensionistas, cinco millones de parados y más de tres millones de empleados públicos. Pasarán décadas hasta que nuestro país vuelva a los niveles de recaudación provocados por la burbuja inmobiliaria. El reto consiste en volver a ser solventes con menos ingresos, y para ello es importante no confundir las magnitudes, ni mezclar lo ejemplar con lo efectivo. Todos los partidos políticos, cada uno dentro de sus posibilidades electorales, han cometido la misma tropelía. El dolor ya lo vimos el miércoles en el rostro de un Rajoy que parecía salir de un cuadro de El Greco, y lo intuimos en la minúscula réplica de Rubalcaba. Ahora resta lo más importante para autentificar el arrepentimiento: el propósito de enmienda. Si te tienes que inmolar, al menos que sea libre de pecados.