El mundo ha pasado de la dictadura del actor teatral propiamente dicho, aunque también en sus vertientes de gobernante o periodista, a una supuesta ansia del espectador por participar en el condimento del espectáculo, que desemboca en la actual cacofonía. Por tanto, es un momento apropiado para defender a quien se ajusta escrupulosamente a la condición de público. Abona una entrada -la pasión por la implicación de la audiencia esconde la voluntad de ahorrar en el diseño del espectáculo-, contempla el drama, aplaude, abuchea, y recupera su condición primigenia sin necesidad de interpelar a los protagonistas.

El mundo peligra cuando los hallazgos de Borges se empaquetan como píldoras de autoayuda. Verbigracia, al decretar la ocurrencia de que el libro lo escribe el lector en el momento de disfrutarlo. Al margen de la injusta descarga de la responsabilidad del producto sobre el cliente, esta delegación se efectúa sin compartir en ningún caso los beneficios. El volumen en cuestión ha de estar completo y en perfecto estado de revisión cuando se expone en las librerías, un requisito elemental que sortea buena parte de la producción literaria. Igualmente, habrá que crear organismos protectores de los espectadores que no quieren subir al escenario para colaborar en la función teatral en curso. Peor todavía, no desean que lo hagan otros miembros tímidos de la platea sin conocimientos dramáticos, obligados a contorsiones circenses para que los actores profesionales parezcan por fin inteligentes. Contra esta perversión, el espectador puro paga por ver a los gladiadores profesionales chorreando sangre.

Por supuesto, el actor se enfurecería si se le sugiriera que, puesto que cualquier asistente a la función le sirve para su espectáculo, su profesión no requiere de una pericia especial. Ni los escritores más borgianos entregarían a sus lectores el mérito de las obras que completan. Frente a la apelación continuada al happening -palabra rancia, porque la contaminación del público ni siquiera es innovadora- habrá que adaptar el tópico "no tocar la obra de arte" en "no tocar al espectador". No todo es negativo en el auge de la implicación de la audiencia. La multiplicación de los canales de difusión ha cancelado la arrogancia de los medios tradicionales, sintetizada en "Esto no se publica". Los productos de la marca "No publicado por" adquieren mayor difusión por vía electrónica de la que hubieran obtenido al ser acogidos en un periódico.

Las agresiones al espectador no siempre son tan burdas como en un teatro o un medio de comunicación. La idea central del cine en 3-D no reposa en una supuesta calidad adicional de la imagen, ni siquiera en el subterfugio para aumentar el precio de las entradas. La clave consiste en que los espectadores se impliquen en la proyección colocándose un artefacto visual, más entretenido que la película en sí. Esa simpleza decimonónica los anexiona al espectáculo en condición de igualdad. Quedan implicados y, para demostrar que el primer objetivo es el amordazamiento de los rebeldes, las críticas a una película contemplada por ese sistema suelen ser más moderadas.

La industria del lujo también esclaviza al espectador que sólo desea efectuar una compra cara. La codiciada Hermès vende una simple cartera por tres mil euros, con el aliciente de que el envejecimiento por el uso otorgará al objeto una pátina irresistible. Es decir, será el propio usuario quien plasme la obra artística. Por supuesto, sin descuento en el precio. Al contrario, las marcas elitistas podrían aumentar la factura desorbitada de sus productos por el radical procedimiento de obligar al cliente a construirlos desde la vaca inicial. O de mezclar las esencias en proporciones arbitrarias para diseñar su propio perfume.

Las triquiñuelas para involucrar al espectador pretenden abolir su derecho supremo a irse a otra parte. Quieren fidelizarlo, encadenarlo con sus comentarios gratuitos al producto que se le brinda. Por tanto, el manifiesto de liberación de la audiencia deberá reconocer que el mejor lector nunca ha escrito una carta al director, pero paga religiosamente la cantidad pactada para seguir su diario. A partir de ahí, coincide o se indigna, deserta temporalmente o contagia su adhesión a otros, abandona si se siente traicionado. El espectador auténtico no se deja examinar la dentadura en focus groups, sondeos y demás maniobras estériles de la mercadotecnia. Un lector de periódicos es demasiado inteligente para creerlos a pies juntillas, pero también para conceder crédito a quienes presumen de que van a obligarle a leerlos. Compra prensa y no compra ollas, extrae sus conclusiones pero no las comparte mediante comentarios gratuitos, porque no acude al teatro para que la audiencia ocurrente interrumpa a Al Pacino. Alguien debería tomar en consideración al espectador puro.