Por fin el rey de Marruecos ha dado el paso definitivo para pasar de una monarquía absoluta -en la terminología europea- a una parlamentaria en la que el monarca reine pero no gobierne, con las variables propias de la idiosincrasia. El discurso radiotelevisado de Mohamed VI el pasado miércoles 9 de este mes, ya considerado histórico, recupera el proceso modernizador anunciado en su entronización y posteriores mensajes, que tras algunas medidas ciertamente aperturistas, y hasta revisionistas con respecto a los años de plomo de su padre, Hassan II, había entrado en una fase de aletargamiento. La iniciativa real de proponer un plan de regionalización, después de un complejo proceso de estudios enfocados principalmente a la búsqueda de apoyos sociales y al encuentro de equilibrios que lo respalden entre las fuerzas vivas, también se ha relanzado dentro de una profunda reforma constitucional.

Sin duda, la llamarada de protestas que se extiende por todos los países islámicos tiene algo que ver con el momento elegido para acabar con las discusiones y apretar el acelerador. Posiblemente, porque el monarca ha conseguido que el núcleo duro -toda transición tiene una legión de carcas temerosos de las reformas; los españoles lo sabemos bien- acepte las transformaciones para que lo importante, la subsistencia del sistema, no se ponga en riesgo. Cuando las barbas de tu vecino veas quemar, pon las tuyas a remojar, aconseja el viejo refrán transcultural.

Los cambios anunciados por el rey son importantes; ridiculizarlos o minimizarlos es una frivolidad política, como negar la evidencia de que incluso en la actualidad su tejido institucional es, con Suráfrica, el más abierto y plural del continente. Que una monarquía que pone y quita primeros ministros y ministros a su antojo, e interviene en las empresas públicas y en el comercio exterior, se desposea de esta facultad y acepte que el gobierno quede en manos de un primer ministro o presidente del ejecutivo que represente a las fuerzas más votadas, y que el Parlamento asuma una serie de facultades hasta ahora en posesión del Trono, que guarda para sí todos los aspectos sensibles o de Estado, es un gran avance hacia una democracia homologable, aunque con sus propias singularidades del carácter nacional. Que esta apertura se haga en paralelo a la creación de autonomías -los mismos tempus que en España- en las cuales los walis, o gobernadores, serán sustituidos por presidentes de los consejos regionales, y que la iniciativa comience en el Sahara Occidental, es asimismo un movimiento relevante; indica implícitamente que habrá una nueva ronda de negociaciones con el Frente Polisario, y que, en cualquier caso, al estar sustentadas las autonomías en procesos electivos periódicos los ciudadanos podrán ejercer una asimismo periódica autodeterminación. El desafío es clave y arriesgado, porque son muchas y contrapuestas las fuerzas en liza.

Y en medio, la lucha contra la corrupción, que contará con unas Cámaras con atributos constitucionales para "ejercer sus funciones de representación, legislación y control" y una justicia concebida como "un poder independiente". Mohamed VI lo quiso precisar en su discurso: quiere que se contemplen "los instrumentos de buena gobernanza y los derechos humanos".

La propuesta ha tenido, por su amplitud y profundidad, una acogida popular que combina asombro y esperanza; los jóvenes, muy críticos hasta el día antes con "la lentitud de la modernización", le han ganado la partida a "los de siempre". La nueva realidad es que Marruecos ha adelantado a Egipto y Túnez en pasarse al bando de las democracias modernas, con una ventaja añadida: antes, las mujeres habían conseguido leyes de igualdad que rompieron tabúes ancestrales, aunque pocas veces la cultura evoluciona al compás de los decretos modernizadores.