Si en un país con una tasa de desempleo superior al 20 por ciento no se ha producido una insurrección civil tiene que haber una explicación. El fraude generalizado. La economía sumergida en España supone más del 20 por ciento del PIB, una cifra escandalosa y una lacra insoportable. Quienes cobramos por una nómina pagamos sin escapatoria los impuestos. Quienes no pagan impuestos atentan contra el Estado de Bienestar. Algunos piensan que los impuestos son para otra cosa, por eso esconden el dinero para no dárselo a Hacienda. Es obsceno que miles de autónomos, profesionales liberales y empresarios tributen a Hacienda por ingresos inferiores a 900 euros de media al mes cuando trabajadores y jubilados declaran un sueldo superior a 1.300 euros. El dinero que escapa al control del fisco o se evade a otros países empobrece al país, enriquece a quienes se benefician, hunde a la sociedad y deja a flote a los listillos.

Vivo en una sociedad sumergida que se ríe delante de mis narices. Desayunas en una cafetería antes de ir a trabajar, le pides la cuenta al camarero (la calcula de memoria), le pagas y no te da recibo. Coges un taxi cuya tarifa se lee en el taxímetro, pagas añadiendo propina (una costumbre que no entiendo pues a mí no me dan propina por mi trabajo), le pides el recibo pero te dice que no hay papel en la impresora del taxímetro. Mi jornada laboral transcurre con normalidad, salvo que tengo dos mensajes en mi teléfono. Uno es del fontanero para avisarme que pasará esta tarde por mi casa para arreglarme el termo del agua. El otro es de un conocido que quiere que comamos juntos para luego ir a su casa y aconsejar a su hijo en la elección de una universidad extranjera a la que quiere enviarle.

Después de mi jornada laboral, me dirijo al restaurante en taxi. Cinco euros y ningún recibo. Comemos, pedimos la cuenta y el camarero hace los cálculos en una pequeña libreta. La mayoría de los negocios tienen máquinas registradoras, pero no las usan. Nos da la cuenta en un papel escrito a bolígrafo. Pagamos y adiós. En casa del amigo me sorprende el lujo. Nos abre la puerta una señora que por su forma de saludar y sus rasgos faciales deduzco que es inmigrante. Trabaja sin contrato y sin Seguridad Social. Si este hombre gana un sueldo similar al mío, a pesar de no tener título universitario ni formación profesional especializada ni ser experto en nada, no me explico el origen de sus bienes, incluido un apartamento en una zona turística que compró por mucho más de lo escriturado. Después de conversar con su hijo, me voy a mi casa.

Me espera el fontanero. Examina el termo y me dice que lo puede arreglar en menos de una hora. Me costará 75 euros. Eso, porque le "caigo" bien y sin factura. Un médico cobra mucho menos en un hospital. Para un becario de investigación en ingeniería o biología, 75 euros es el sueldo de dos días. Para no irritarme más, le pago sin preguntarle si cobra subsidio por desempleo. Luego voy a una tienda de comestibles, de esas que volverán a las ciudades de una España que sufre una crisis económica brutal de la que no saldrá en una década. Dos generaciones de hijos que tendrán que emigrar si quieren un sueldo o dar rienda suelta a sus capacidades profesionales o creativas para hacer realidad sus sueños. Hago una pequeña compra. Cada cosa que pido, la empleada apunta el precio en un trozo de papel; luego suma en una calculadora de pilas, pago y adiós. Ese dinerito que no declara le viene bien para pagar el chalet que tiene en las afueras.

Desconozco si las máquinas registradoras están controladas por Hacienda o si existe una normativa que obligue a imprimir un recibo en donde figure el nombre de la empresa, el CIF, la fecha de compra, el importe, los impuestos y el importe total. Pero el día sumergido no acaba aquí. Es fin de semana y salgo a cenar con un grupo de amigos. Vamos de tapas; el camarero apunta con una tiza nuestra consumición en el borde de la barra y tras un cálculo mental imposible de comprobar, pagamos el importe que nos ha cantado. La caja registradora es antigua, está abierta, mete el dinero en ella y la deja sin cerrar. De regreso a casa, subimos a un taxi; el taxista tiene turno fijo de noche y el dueño del taxi no cotiza por él. Mañana será otro día en un país más sumergido y con el agua por encima del cuello. Buen día y hasta luego.