Según la sabiduría popular el amor no tiene edad. También hay voces que afirman que la madurez de una persona no tiene por qué encajar necesariamente con los años que hayan transcurrido desde su nacimiento. Y es más que probable que ambas consideraciones sean, en parte, ciertas. Pero lo que, a mi modo de ver, no ofrece lugar a dudas es el cúmulo de incoherencias y de contradicciones que, en lo referente a la calificación por edades, se viene produciendo en nuestro país desde hace demasiado tiempo.

Los recientes crímenes de la localidad albaceteña de El Salobral han alertado de la necesidad de modificar la edad legal de consentimiento de las relaciones sexuales que figura en el Código Penal español. Actualmente, la cifra está fijada en los trece años, siendo la inferior de toda Europa y una de las más bajas del mundo. De hecho, organizaciones como Save the Children, UNICEF y la misma ONU han solicitado reiteradamente su elevación, a fin de proteger a quienes las leyes consideran niños en todos los ámbitos excepto en el sexual.

De entrada, habría que cuestionarse si se tutela debidamente a la infancia y a la juventud en esta materia, si se le forma e informa adecuadamente o si, por el contrario, se le presupone legalmente una maduración que nadie en su sano juicio defendería para sus propios hijos.

En este sentido, uno de los objetivos prioritarios del psicólogo Javier Urra al asumir el cargo de primer Defensor del Menor de la Comunidad de Madrid en 1996 fue elevar semejante edad de consentimiento, estimada por aquel entonces en unos aberrantes doce años. Su experiencia profesional le dictaba (lo sigue haciendo) que una niña podía presentar la apariencia física de una mujer e incluso estar capacitada biológicamente para engendrar sin por ello poseer la madurez emocional exigible.

Inexplicablemente, su propuesta se topó con el muro infranqueable de unos partidos políticos que, ya por aquel entonces, se negaron a "restar libertad" (sic) a los jóvenes. De hecho, todo lo que consiguió fue alargar el plazo doce paupérrimos meses. De nada le sirvió luchar para que los representantes de la nación reordenaran un sistema que, al mismo tiempo que aprobaba las relaciones sexuales de los chavales de trece años, les prohibía trabajar, dejar de estudiar, tatuarse o abortar sin permiso paterno hasta los dieciséis o votar, conducir, beber y fumar hasta los dieciocho.

Años después, agitando la falaz bandera del progresismo, el gobierno socialista de Zapatero insistió en el despropósito ahorrando a las adolescentes embarazadas el molesto trago de comunicar a sus padres la intención de interrumpir un embarazo no deseado. Ideologías y creencias al margen, resulta misión imposible entender una normativa que permite a una criatura ennoviarse con un cuarentón y, simultáneamente, le cuestiona el acceso a una película para adultos. O que le garantiza confidencialidad en su visita al ginecólogo pero, después, le prohíbe adquirir en la farmacia los antibióticos que dicho facultativo le ha recetado.

Lo que, en mi opinión, dinamita todos los principios de la lógica es que no se establezca de una vez por todas una mayoría de edad común a cualquier circunstancia. Si civilmente hemos acordado establecer el límite en los dieciocho años y si también los sujetos responden penalmente por sus actos a partir de ese momento, lo procedente es imponer el mismo criterio para el resto de las actividades. En definitiva, si admitimos que la edad civil es la que refleja el punto mínimo de sensatez para conducirnos por la vida, lo razonable ha de ser que prevalezca sobre todas las demás. Cuestión bien distinta es qué dígito asignar para obtener esa condición de mayor de edad. Unos optarían por los dieciocho actuales -antaño veintiuno e, incluso, veintitrés-. Otros por los diecisiete o los dieciséis. Pero, fuera cual fuera el número elegido, cuesta trabajo creer que en esta asignatura pendiente todavía no se haya llegado a una conclusión tan elemental.