De las declaraciones del PP y de las patronales, y hasta de algunos profesores afines a estas organizaciones, se desprende que la reforma drástica de la legislación laboral es ur-gen-tí-si-ma e imprescindible para crear empleo. Mano de santo, o de quien laicamente corresponda. Este argumento, que se repite de forma monocorde y ya cansina, en realidad trata de aburrir a la gente para que se acepte sin más que esto es así, que la causa del enorme paro español es consecuencia de la rigidez de los contratos, culpa de Zapatero, claro, que hasta podía haber ido de copiloto de Ortega Cano, y que el cambio es clave para volver a los años plenos y gozosos de la era Aznar.

Pero en esta dialéctica algo falla. La legislación laboral actual es prácticamente la misma que había durante los gobiernos de Aznar. Mariano Rajoy lo recordará, o no. Zapatero no ha hecho modificaciones sustantivas, excepto cuestiones de matices. Todo lo que hay, ya estaba. Lo que ha coincidido con el paro desbordado provocado en España por las singularidades locales de la crisis mundial coincidió también con la época de las vacas gordas. Por lo tanto, la conclusión lógica es elemental: las modalidades de contratación existentes no son culpables del elevado desempleo, como no lo son de los altos índices anteriores de ocupación. El paro es consecuencia del cierre o agonía de empresas. Las flexibilizaciones del mercado laboral, o los recortes sociales, no han facilitado la recuperación de la misma forma que la reforma exprés de la Constitución para fijar un tope al déficit tampoco ha convertido a los mercados a la nueva fe verdadera.

La pregunta es: ¿por qué cierran las empresas y por qué acuden a despidos de equilibrio o preventivos incluso?, ¿por qué los nuevos bancos que han surgido de las fusiones de las cajas han comenzado la andadura echando a parte de su plantilla?, ¿es que si se facilitan los despidos van a despedir menos? Lo que parece normal es lo contrario: a mayor facilidad para despedir se despedirá más, lo mismo que a más comida en la mesa se comerá más, y a más nubes más agua, y a más golondrinas más verano. Las fábricas cierran cuando no venden sus productos, porque los consumidores no pueden adquirirlos. Distinto es que el menor coste mejore las cuentas de resultado de las compañías; eso es obvio; como también sería muy saludable para ellas rebajar los impuestos. Pero con los impuestos sucede como con aquella canción de la gasolina de la posguerra: "Sin gasolina los coches no caminan / y se les para el motor". Sin los impuestos no se pueden hacer colegios, hospitales, carreteras, viviendas... o rescatar bancos en dificultades, a cargo del esfuerzo de los contribu-yentes, cuyo núcleo fundamental son las clases medias. Y esos bancos que vuelven a estar amenazados por la tormenta financiera por su falta de pru-dencia y visión de futuro forman parte o son vehículos de esos mercados que acosan a las naciones UE a través de sus deudas soberanas. Una Unión Eu-ropea que pone a las zorras a cuidar el gallinero económico.

Así resulta que la ortodoxia está actuando sobre el sistema como la burra del gitano, que cuando había aprendido a no comer, justo en ese momento se murió. Temerosos de que las recetas neoliberales del ajuste draconiano recorten el gasto -lo cual es de una evidencia pasmosa, pues a menos circulante menos consumo, y sin consumo no crece el empleo, sino que sube, razonablemente, el paro-, muchas instituciones y observatorios internacionales ya piden carajillos, que no es leche pero tampoco coñac, porque han caído en la cuenta de que la economía crece, y le va bien a las empresas, si hay dinero para comprar, y les va fatal cuando lo que se reparte es miseria. Unas gotas de keynesianismo en tiempos de crack son para la riqueza de las naciones como los polvos Royal para los flanes y bizcochos. No es la masa, pero ayuda. Y da lo mismo que la niña sea Caperucita o Tacirupeca. Con lo que hay que tener cuidado es con el lobo.

(tristan@epi.es)