La arena de la playa, algo blancuzca y polvorienta siempre, tiene hoy el color oscuro que ha dejado en ella la lluvia, y una costra en la que han cristalizado las últimas formas: montecillos del viento, pisadas de gaviota, alguna humana, rodadas de tractor. La mar está quieta, y el cielo, sobre ella, oscuro y plano, intenta algún arabesco. El bañista nada cerca de la escollera, y al ver al final de ésta sobre una piedra la silueta inconfundible del cormorán avanza hacia él lentamente, moviendo los brazos bajo el agua y asomando sólo la cabeza. El cormorán desde luego le ve acercarse, pero está bien allí, y le da pereza alzar vuelo: así es el otoño. Ya a unos pocos metros, el cormorán le mira y una leve inquietud le recorre, pero el bañista retira la mirada y pasa de largo. Ignorando el libreto, los dos han decidido que no valía la pena tomarse molestias, en día tan poco señalado.