Viven en los rincones donde se apacigua y estanca el barranco de las Angustias, la grieta que se desangra en aguas Caldera de Taburiente abajo. Llega un momento en que el verde parece infinito, irrefrenable en su afán de dominar lo que se ve y lo que se adivina. Si acaso el azul en lo alto y alguna libélula de un rojo casi irreal se atreven a poner en entredicho la expansión de su imperio. No lo hacen sin embargo las ranas que, como decíamos, habitan en los remansos, donde incluso las aguas verdean. Los pequeños anfibios palmeros, apenas del tamaño de un suspiro, se asoman para ver pasar a los caminantes, demasiado confiados, como si no supieran que esos bípedos que pasan a su lado son inventores de crisis, de angustias, de insidias, de venganzas, de más miserias en fin de las que podrían asimilar sus verdes y minúsculos cuerpos de humilde batracio. Al final aprenden como todos. A palos. Sube una familia. Al llegar a una de las lagunas lo primero que hacen en este corazón del paraíso es poner a enfriar unas cervezas en el agua. Los niños sacan de sus mochilas las redecillas para cazar ranas, que comprenden demasiado tarde que el ser humano es incomprensible.