El mundo en clave de heroicidad siempre ha ondeado sobre los Estados Unidos. La épica de sus colonizadores y colonos para obtener la tierra prometida no puede ser ninguneada de una cultura que siempre se ha autoproclamado adalid de la libertad. Nueva York, urbanizada en los tiempos de los tiempos por unas pocas familias aristocráticas, representa el mérito del poder financiero en alza. También la transformación de un país hacia la modernidad ciudadana y cultural frente a los movimientos religiosos, aclamados ahora en medio de la amalgama fanática del Tea Party. Manhattan, su poder, reconvierte y suele parir mundos personales que tratan, a través de sus obras, de explicar el magnetismo que provoca el capitalismo: desde Andy Warhol, con su pop art, tendencia que unió para siempre el consumo y el arte, al Truman Capote de A sangre fría, la novela que puso sobre el tapete la inexplicable maldad en la sociedad de la opulencia. Los dos creadores, más allá de sus plasmaciones, fueron conductores y propagandistas máximos de un Nueva York con una cultura y un estilo de vida propios. La máquina perfecta nunca pudo pensar que un 11 de septiembre de hace diez años el sarcasmo crítico de Tom Wolfe y su hoguera de las vanidades se hiciese realidad. Una década después del mayor ataque terrorista de la Historia, Estados Unidos, el imperio, el país de los colonos y la tierra de promisión para italianos e irlandeses, se resiste a creer que cayó derrotado por la acción de unos cruzados enloquecidos llegados del desierto. El argumento no podía acabar así en modo alguno: a punto del aniversario, Barack Obama mandó su comando a la residencia paquistaní de Bin Laden y finiquitó su vida sin juicio ni silla eléctrica. Algunos esperan la gran novela del 11-S, pero no hay mejor relato literario que esta recolocación del suceso: América del Norte nunca puede perder.

La resistencia sociológica a verse como víctimas, ultrajados, fue el principal obstáculo que tuvo el artista español Francesc Torres para acceder a un hangar del aeropuerto JFK. Menos los restos de los aviones kamikaze, allí se encuentra toda la memoria humana y tecnológica recogida tras el derrumbamiento de las Torres Gemelas. Agendas, móviles, gafas, papeles, ordenadores, vigas retorcidas por el fuego, fotos personales, bastidores colapsados, mesas destrozadas, sillas de las que aún cuelga un bolso, percheros con gabardinas cubiertas de polvo, estructuras colapsadas y unidas unas a otras como si fuesen una especie de abanico... Este santuario del terror, fotografiado por Torres, ha empezado a recorrer el mundo en formato exposición. Diez años después del atentado, quizás sea la representación más revulsiva del Apocalipsis que vivió Nueva York: bajo toda esta enorme e inabarcable prueba del asesinato masivo están los detalles de las vidas cercenadas; los recuerdos de un mundo feliz; el impedimento del olvido; el final de unas biografías confiadas con el futuro que les aguardaba; la obsolescencia de la seguridad; la vulnerabilidad de los estados; las miles y miles de pertenencias de hombres y mujeres que de la noche a la mañana se evaporaron...

Memoria fragmentada 11-S NY, título de la muestra, constituye una visión crítica y disidente del ataque terrorista. La derrota, la consecuencias del desastre, no se digieren fácilmente. Estados Unidos prefiere ofrecer los héroes que surgieron del caos que la debilidad de sus muertos, cuyos cuerpos se esfumaron de las imágenes de la tragedia. Tendrán que pasar más décadas para conocer otras visiones subjetivas de la conmoción por el fin de una época en la gran ciudad.