Es una frase muy repetida, gastada por el uso, pero plenamente vigente: el esfuerzo inútil conduce a la melancolía. Y a la frustración. Cuántas depresiones obedecen a que se marchitan las ilusiones porque se ignora que para alcanzar la utopía hay que subir por los peldaños inevitables del realismo. ¿Por qué? Porque sí. Porque las cosas son como son. El Movimiento de los indignados nació en una circunstancia peculiar: decenas de miles de personas se movilizaron -estadísticamente puede hablarse de un impulso masivo- porque querían una democracia más justa, en la que no tuviera cabida la corrupción, ni los privilegios, con una ley electoral más respetuosa con las minorías, donde se prescindiera de lo accesorio y se mantuvieran las conquistas irrenunciables del estado del bienestar, y que no se perdieran derechos, sino que se conquistaran nuevos... La reivindicación surgió en plena campaña electoral, un dato que no se puede obviar. Las elecciones son el mecanismo que renueva cada cuatro años el sistema. No hay alternativas. Pensar en Tahrir (El Cairo) es una astracanada.

Pues bien, el 22 M las urnas dieron una victoria arrolladora al PP, que aparte de sus acusaciones a Zapatero y a los socialistas en general -ahora resulta que Rubalcaba pudo haber matado a Manolete a través del GAL- defiende precisamente los elementos neoliberales que dispararon la gran crisis mundial, y que consideran "insuficientes" los recortes sociales del Gobierno del PSOE. Y que representa la contemporización con la corrupción, que por falta de reacción se ha extendido imparablemente en las administraciones populares.

Los dirigentes de los poblados en las plazas tienen que analizar con frialdad, es decir, ateniéndose a las circunstancias de cada momento, la evolución de los acontecimientos. ¿Qué sentido tiene prolongar las acampadas aparte de resucitar el hipismo y hacerle el juego a los que quieren aprovecharse bajo cuerda de la ingenuidad ajena? La verdad es que la marea favorable se está volviendo en contra: los comerciantes y vecinos del centro de Madrid piden con todo fundamento que intervenga la policía y desaloje las tiendas de campaña; el PP quiere seguir incinerando a Zapatero, y a Rubalcaba, ministro del Interior, complicándolos en una carga policial, que por otra parte puede ser inevitable si no se acaba la confiscación del espacio público por un grupo de desnortados radicales. Por mucho que las asambleas debatan y voten, no se puede ignorar que el engranaje democrático sólo se mueve y se cambia desde dentro y no desde fuera.

Los indignados consiguieron sus objetivos los primeros días; luego, les ha ganado esa temible mezcla de endiosamiento, vértigo y desconcierto, porque están cayendo en las garras del populismo. Sus reivindicaciones son más compartidas por unos partidos que por otros, ¿o no se han dado cuenta?: becas, unos las dan y otros las quitan; protección social, unos la ponen y otros la privatizan; la corrupción, unos se esfuerzan en atajarla y otros protegen a los amigos porque el fin justifica los medios; unos negocian la reforma laboral y las actualizaciones de la pensiones, y otros quieren ir a por todas vendiendo gato por liebre... Ni todos los partidos ni todos los políticos son iguales. Y hay que escoger; y muchas veces elegir el mal menor para poder avanzar.

El fracaso de esta indignación transversal que brotó como las amapolas está al alcance de la mano asamblearia, no siempre llena de buena fe. No se está sabiendo gestionar el éxito. La sociedad, aunque comparta los ideales, se está separando, porque no asume el procedimiento y teme la borrachera antisistema. El modelo no es el chavismo; es Europa. Y si se quiere más democracia real, lo primero es asumir que ha habido unas elecciones con alta participación y un resultado indiscutible. Cada cosa tiene su tiempo, y cada tiempo su cosa.