El 1 de enero de 2011 nadie pudo avisar de la tormenta espesa que se acercaba a la Isla. La mitad de los ciudadanos estaba de fin de semana, y la otra disfrutaba del Sol picón en las terrazas del centro. Ni el Cielo gris ni el aire cálido hacían presagiar un desenlace tan lluvioso. Las gotas empezaron a ser tan gruesas como garbanzos, con un sonido pesado. Al principio no encadenaban; la caída era lenta, y hasta daba tiempo para ir a buscar un refugio seguro. Un segundo después comenzó un torrente que nos llevó a creer que arriba había un teléfono gigante de ducha, cuya llave había sido abierta al máximo. El mundo inmediato se convertía de repente en un vaso a punto de rebosar; de hecho, las alcantarillas eran como fiambreras cerradas a presión de las que salían borbotones y borbotones. Entre la cuesta y el llano, un coche se sumergía lentamente sin tripulante; el hombre se había puesto a mi lado con una cara que daba pena. De repente, otro náufrago llegó sin zapatos, con los bolsillos llenos de agua, y con la convicción de que el aguacero iba a ser la desgracia de su vida.

[El 2 de enero, al día siguiente, despidieron al técnico de alcantarillas por ser tan literario en su descripción].