Una pareja norteamericana ofreció cien mil euros a Simon Cowell -productor y jurado de sucesivas versiones de Operación Triunfo- a cambio de que les contemplara haciendo el amor y a continuación emitiera un veredicto sobre la calidad de sus prestaciones. La estrella televisiva se negó, tal vez porque ingresa decenas de millones al año.

En su infructuosa búsqueda de una violación literal de su intimidad, la pareja de exhibicionistas se quedó sin los comentarios jugosos que Cowell utiliza para humillar a los concursantes. Son del estilo de "tu voz suena a gatos atropellados en la autopista", un balance quizás apropiado para las contorsiones sexuales que el dúo deseaba someter a examen. La rúbrica de la anécdota es que la intimidad ya sólo tiene sentido en público.

Las redes sociales concedieron una vida pública a quienes hasta el auge del exhibicionismo en red sólo disponían de vida privada. De este modo, la intimidad como reserva vedada al escrutinio se convertía en un privilegio de las celebridades, que se batían con denuedo para mantenerla al margen de los paparazzi. En el último giro de tuerca, los propios famosos aportan gráfica y gratuitamente sus momentos de privacidad -Piqué y Shakira-, para que ningún átomo escape a la esfera social.

Aunque la intimidad sólo es un negocio pujante en sus variantes más frívolas, su despojamiento -debajo del secreto corretea la publicidad- se transmite a atmósferas menos jugosas. La polémica por las divulgaciones masivas de Wikileaks ha convivido con un cierto orgullo por parte de los autores de los cables diplomáticos, satisfechos de que su aportación literaria no se haya esfumado en el anonimato de un nido de burócratas.

Uno de los juicios más sonados del pasado siglo enfrentó a las todopoderosas compañías telefónicas norteamericanas con el inventor de un accesorio que amortiguaba la voz de la persona al teléfono. La publicidad de la intimidad retrasa ese conflicto varias centurias. Pasaron los tiempos en que se cubría el teléfono con una mano para evitar orejas indiscretas. La ciudadanía comparte hoy a gritos sus conversaciones por móvil, una autobiografía sonora donde el ser humano que circula sin hablarse en voz alta adquiere rango de inadaptado. Basta comparar la pena sufrida por abrir un correo ajeno con la pena sufrida al enterarse de que nadie se ha molestado en espiar el correo electrónico propio.