Muchos amigos de mi generación no saben qué hacer con tantos libros. Se les han ido acumulando a lo largo de más de cuarenta años y ahora se han convertido en un problema tanto por espacio como por volumen. Algunos, que han roto su matrimonio, se han visto obligados a cargar con ese pesado arcón patrimonial; otros, que han cambiado de domicilio, no acaban de encontrar un sitio para recolocarlos; en las bibliotecas de los centros educativos no los recogen porque los alumnos ya no consultan una enciclopedia, ni la historia del arte, ni la geografía universal publicada en papel. Una tecla del ordenador les da acceso a un museo y a las entrañas de cualquier cuadro. Algunas ediciones (como aquella de JB que en los años setenta acogió a nuestros 'narraguanches'), queridas entonces por novedosas y manoseadas con fruición, con el paso del tiempo han convertido sus pastas amarillentas en enfermizas y alergénicas. Sin más preámbulos, pues, los libros se están volviendo viejos y son un auténtico problema doméstico. A nuestra generación, la revolución del mundo editorial nos ha cogido en plena línea fronteriza. Por una parte, se halla ese amor exacerbado a la letra impresa, a la que no renunciamos porque ha sido una pulsión que ha configurado nuestras biografías, con lectura a golpe de lápiz y notas al margen en un intento de atrapar belleza y pensamiento; y por otra, los nuevos soportes electrónicos que, vía Internet, llegan cargados de información literaria, con una sorprendente inmediatez, y sin que nada ni nadie pueda detener tanta avalancha. No podemos ponerle puertas al campo. La innovación editorial está en el ambiente. Una exhaustiva reflexión sobre este fenómeno la podemos paladear en Los demasiados libros, de Gabriel Zaid (2010). El libro perdurará, ya sea en uno u otro soporte, y más la creatividad, llegando a augurarse que en el inmediato futuro habrá más autores que lectores. No obstante, siempre ha habido una inquietud ante los nuevos pasos de la historia. Cuenta Zaid que cuando apareció el mercado de libros en Atenas, Sócrates lo consideró lamentable porque los libros son inferiores a la conversación. Cosas veredes, amigo Sancho.