La city de Londres acoge el enloquecimiento del capitalismo. Allí se traspasan los límites de la función originaria del dinero y del mercado: comprar y vender bienes, e invertir en su producción y distribución. En sus complejos de oficinas no se trata al dinero como un medio de pago sino como materia prima sujeta a especulación por mil intrincados mecanismos que rayan la locura. El casto José solamente especulaba con el cereal de los campos egipcios, aprovechando la información privilegiada de los sueños del faraón (las vacas gordas y loas vacas flacas), pero en la city se hacen contratos que especulan con el precio del trigo dentro de tres meses o tres días, otros contratos que especulan con el rendimiento de los primeros, y aún terceros que apuestan contra los segundos. Se compran contratos que dan dinero si el cobre se pone por las nubes y otros que lo dan si se hunde, y luego se abre un nuevo mercado para revender una y otra cosa.

Para conseguir dinero, los operadores crean productos financieros "estructurados", o sea, indescifrables, que tanto pueden apostar por una patente farmacéutica como por un paquete de hipotecas incobrables, como saben muy bien las víctimas de la crisis de las subprime. Los investigadores estadounidenses sospechan que algunos bancos apostaron por la caída de los precios de la vivienda al mismo tiempo que se sacaban las hipotecas de encima disfrazadas de productos estructurados (con el aval de S&P y compañía), con lo que ganaron una pasta a costa de esparcir la ruina a diestra y siniestra.

A toda esta madeja de productos financieros se les llama "derivados" porque su valor no depende del valor real de una empresa o de un producto, sino que "deriva" del valor de otro producto financiero. Son bastantes quienes vinculan el estallido de la crisis y las dificultades para salir de ella con el protagonismo anormal del mercado de derivados en el conjunto de las finanzas mundiales, porque el dinero que se destina a especular con el valor de otras especulaciones es dinero que no llega a las granjas, a las fábricas y a las empresas de servicios, que lo utilizarían para crear verdadera riqueza, la que genera empleo y paga impuestos. Y un crack en la gestión de la nube especulativa era, según cuentan, Kweku Adoboli, el joven operador de 31 años acusado de causar un agujero de 1.500 millones de euros en las cuentas de la banca suiza UBS. Se le consideraba una estrella en el área de fondos cotizados y derivados de UBS, no en vano instalada en la city de Londres, el lugar del mundo donde se reúnen los lobos para dirimir a dentelladas el reparto de los rebaños.