Uno de los conceptos sociales más difíciles de definir es el de clase media. Su propio nombre apunta a que se ubica por exclusión. Pertenecen a ella las familias que no cabe considerar ni como clase alta ni como clase baja, pero los límites del vasto espacio intermedio son difusos y harto subjetivos. Las encuestas que contienen una pregunta de autoubicación suelen ofrecer un resultado curioso: la clase baja apenas existe, y la clase alta es abundante. Pertenecer a la clase media es también un estado mental en el que se mezclan las realidades y las aspiraciones.

El concepto aparece con el tránsito del feudalismo a la sociedad comercial e industrial. En el primero, la división era simple: amos y siervos, y poco más. El progreso de las ciudades, el artesanado, el comercio, la navegación, la industria incipiente, permitieron la irrupción de un grupo que fue llenando el espacio intermedio y que protagonizó la transformación económica de Occidente, porque ahorraba, acumulaba capital y lo invertía, contrataba personal y gastaba algo más que el mínimo de supervivencia. Pero con todo, durante siglos fue una minoría, porque la mayoría de la población apenas ganaba para sobrevivir: no digamos para ahorrar.

Es durante el siglo XX cuando se opera la gran transformación y una gran parte de la clase baja accede a la clase media. El progreso económico general y la tarea redistribuidora del estado del bienestar permiten que sean una mayoría las familias que ahorran, invierten (aunque sea en su propia vivienda), se permiten algún capricho y mantienen a sus hijos mientras el estado les paga los estudios. Unas familias que, sobre todo, no tienen miedo, no solo porque su economía va bien, sino porque se sienten protegidas por el gran paraguas de la cosa pública.

Pero ahora el edificio se hunde. Les alcanza un ERE, los hijos no encuentran el primer empleo, la vivienda en la que han invertido sus ahorros vale la mitad, igual que las acciones que un día compraron, y si no se alarman con la desvalorización del plan de pensiones es porque no entienden la jerga del informe trimestral. En el extremo superior de la escala, se ajustan gastos. En el extremo inferior, personas que se definían de clase media baja se incorporan a las colas de Cáritas.

La crisis de las clases medias, sin embargo, es anterior a esta recesión por fascículos que llega ya a su quinto año. En la avanzadilla anglosajona del sistema capitalista ya se venía detectando un desequilibrio creciente en la distribución de la riqueza y de la renta, por la que un número cada vez menor de financieros acumula una parte cada vez mayor del pastel, lo que reduce la participación del resto. El petardo de las subprimes estalló en un entorno de clases medias en serios apuros.

La clase media ha sido el motor de los mejores años del mundo desarrollado. Lo ha impulsado con su deseo de prosperar, lo ha capitalizado con sus ahorros, lo ha equipado y cohesionado con sus impuestos. Sus sueños alimentan los sueños del país. Ahora no sueña sino que tiene pesadillas de más despidos, de subsidios que se agotan, de gratuidades que se esfuman, de impuestos que suben, de jubilaciones que se atrasan. Su miedo puede alimentar el miedo del país. Y el miedo es el peor de los consejeros.