Claro que hay ricos en el mundo. Gente que se acuesta y se levanta con el grifo de la cuenta corriente siempre abierto. Se puede llegar a la conclusión de que tanta crisis y crisis ha exterminado el lujo, pero no es así: LVMH, el imperio de Bernard Arnault, reúne bajo estas siglas (de Luis Vuitton Moët Henessy) un enorme abanico de ofertas para acariciar, sentir, deglutir y paladear la felicidad más mundana a precios siderales. Ropa interior, pieles, bebidas, modelos de alta costura, excentricidades, zapatos, medias, perfumes... Todo lo que una antigua fortuna quiere siempre tener a mano, o a lo que aspira un hortera ruso con un megayate de varios pisos. Soy incapaz de dar nombres, pero le aconsejo que se vaya al indice de Forbes, la revista más fiable sobre cuáles son los hombres más ricos del planeta, según los entendidos. LVMH superó en 2010 los 20.000 millones en facturación, con un aumento del 73% de los beneficios. O sea, que los ricos compran, y mucho. Hasta puede que los más aficionados al luxe sean Gadafi y sus vecinos autócratas.

Y los nubrarrones grises que rondan la economía mundial no frenan este sueño de desayuno con diamantes. LVHM, casi el ex libris de un paraíso, le ha pegado ahora un bocado a Bulgari para hacerse un hueco entre los relojes y las joyas. El asalto a la añeja marca ha culminado con mejor suerte que con Hèrmes, un símbolo del segmento que se resiste como gato panza arriba a su absorción con todas sus familias alborotadas. Me interesa mucho el argumento de esta aristocracia del mercado: "No es una cuestión económica, sino cultural". La afirmación no deja de sorprenderme por tres razones muy paranoicas:

1) ¿Si compro un Möet (mejor Brut Imperial) puedo sacar la pasta de una cartera Loewe? (No lo sé).

2) Si llevo un Bulgari me tengo que bajar de un Jaguar. (¿Qué dice el manual?).

3) La chica Fendi se puede pasar a Galliano de la noche a la mañana. (Una aberración).