Un olfateo a la verbena de bienes y cuantías que los diputados y senadores declaran remata, cómo no, el cuán lejos están de la realidad sus señorías. El disfrute de abultadas cuentas, depósitos y otras cacharrerías financieras no los hace, precisamente, tristes españolitos acojonados con el final de mes, el recibo inesperado o el imprevisto de la rotura de la lavadora. Pagan hipotecas, pero así y todo les queda para echarle una buena ración a las cuentas corrientes, o bien invertir en otro apartamento o un solarcito al lado del mar. Algunos de ellos, incluso, parecen preocupados por la posteridad y aprovechan el tempo político para inflarse de acciones, hacerse un plan de pensiones o invertir en un fondo. En comparación con el resto de asalariados currantes, ajados por la crisis, son tipos ricos, sin problemas con la tensión arterial, ni con disgustos con los bancos. Entiendo que hoy, una vez visto el escenario patrimonial de nuestra clase política, la depresión haga mella en usted, el otro y el de más allá. Un descenso psicomotriz acelerado ante tanta pella acumulada, clara expresión de que con la política se hace dinero, aunque ellos digan que pierden. ¡Qué lejos la ruina por el menester parlamentario!