Aquel señor, por utilizar un eufemismo de común aceptación, se levantó de la silla que ocupaba en la terraza como eyectado de un avión y se plantó ante la barra del bar con el plato de calamares rebozados que le habían servido treinta segundos antes. Arrojó la ración con absoluto desprecio, aunque no tanto como el que manó de sus palabras: "Esto no hay quien se lo coma. Me lo cambias rapidito". Luego, engullido el segundo intento del cocinero por acertar con su delicado gusto, pagó y, entre el destello de los abalorios de oro que colgaban de su pecho desabotonado, llegó hasta el Mercedes.

Hay personas que se empeñan en separar, en esparcir el fango que llevan en su interior. Esta escena, tan real como el papel de este periódico que tiene ahora mismo entre las manos, provoca un cierto desconsuelo, la inquietante impresión de que siempre habrá más gente dispuesta a separar que a unir. Decía el poeta Claudio Rodríguez que un archipiélago es un conjunto de islas unidas por aquello que las separa. A diario, no obstante, nos asaltan los piratas de la discordia. Y muchos son parlamentarios regionales, empresarios o dueños de periódicos...