Poner fronteras resulta embarazoso. Siempre hay alguien que cae del lado malo, que unas veces es el de allá y otras el de acá. A veces, los que creen haber caído del lado bueno advierten con el tiempo que no. Aquellos a quienes en el reparto de Berlín les tocó el paraíso comunista, no tardaron mucho en jugarse la vida huyendo del Edén. Ahora hay más muros que entonces, algunos invisibles, y todos provocan desgracias sin cuento. Pero continuamos trazando líneas, poniendo límites espaciales o temporales. Las madres que parieron el día 1 de enero, por ejemplo, se quedaron sin el cheque-bebé de 2.500 euros. Cobrarlo o no dependió en muchos casos de minutos o segundos. Hasta aquí sí, hasta aquí no. Si la famosa ayuda se hubiera concedido sólo a las personas con unos ingresos equis, es decir, si se hubiera puesto un límite de renta, quizá no habría sido necesario suspenderla. A veces, las fronteras se ponen mal puestas, lo que a la larga provoca disfunciones más graves que las que se pretendían arreglar. Quiere decirse que el tiralíneas y el compás no son siempre las mejores herramientas para delimitar territorios geográficos o morales. Algunos animales marcan su espacio con pis, que al funcionar como una frontera olfativa permite márgenes de actuación menos rígidos.

El problema del humo del tabaco, sin embargo, es precisamente ése, que no sabemos hasta dónde llega, lo que ha creado un problema de límites en determinados ámbitos. ¿Se puede echar un pito en el parking de un sanatorio? Ni idea, la verdad. ¿A la puerta de una guardería? No sabríamos decir. ¿En el andén de una estación? Ídem de ídem. ¿En una sala de autopsias donde la única persona viva es el forense? Tal es el tema de la tertulia radiofónica con la que amenizo mi paseo matinal de hoy. Individuos muy sesudos, todos con estudios superiores e idiomas, se preguntan dónde está el límite, dónde la frontera, en qué punto preciso de este espacio puedo o no puedo encender un cigarrillo. Ignoro si la ley es o no ambigua en los extremos mencionados, pero tampoco creo que se le pueda exigir una precisión imposible. Toda ley necesita del concurso del sentido común de quienes han de cumplirla. Ésta, también.