En Roma el autobús es gratis. No de forma oficial, naturalmente, pero poca gente pasa un billete por la canceladora. Quienes lo hacen suelen ser forasteros que proceden de ciudades donde pagar es la norma, o extranjeros asustados por las leyendas que circulan sobre la preferencia de los inspectores por la caza del turista. Los mentideros andan llenos de historias en este sentido, pero la realidad que observa quien se monta es que los romanos suben y bajan con el mismo desparpajo y gratuidad con que andan por la acera. Incluso para quien lo paga, el billete es mucho más barato que el de Madrid o Barcelona: un euro por viaje con transbordos, o 30 euros para todos los viajes que se puedan hacer durante un mes entero. Pero aun así, el tráfico en Roma es cualquier cosa menos pacífico, y el uso del vehículo privado solo es moderado en las zonas restringidas.

¿Por qué va ir nadie en su propio automóvil en una ciudad donde el autobús es gratis? ¿Para qué gastar tanto en gasolina, en aparcamiento, en multas y en discusiones? Pues por la misma razón que en nuestro país preferimos pagar mucho a pagar poco: por sensación de rapidez y de comodidad. Porque en multitud de ocasiones el transporte público no va directamente de nuestro punto de origen al de destino, sino que nos obliga a realizar pesados transbordos con sus correspondientes caminatas y esperas, y nos aburre con numerosas paradas mientras nos consumimos agarrados a una barra metálica. En ocasiones, además, no es sensación sino realidad: numerosos trayectos son mucho más lentos por lo público que por lo particular, a causa del itinerario y de las frecuencias de paso. Este es el problema, y no el precio: hoy en día incluso la tarifa más cara sale mucho más barata que el coste real del vehículo particular.

Si el ministro Blanco quiere que dejemos el coche en casa para ahorrar petróleo, debe invertir (o racionalizar) para que trenes y autobuses sean más rápidos, combinen mejor sus itinerarios y circulen con mayores frecuencias. Va a ser por estas mejoras por lo que va a crecer su utilización, y no por una rebaja del 5% en el precio, que solo conseguirá aumentar el déficit tarifario de los servicios y, por tanto, el déficit general de las administraciones públicas. Ese que hay que reducir a toda costa. Y luego, cuando pase todo, ¿quién se atreverá a volver los precios a su sitio, es decir, a aprobar un aumento de tarifas del 5% más lo que toque?