(De convulsiones y expectativas)

"Estos desgraciados tiempos exigen concepciones nuevas, que se apoyen sobre las fuerzas humanas olvidadas y supongan de nuevo una fe en el hombre, base de la pirámide económica. Las consecuencias de la gobernación han sido siempre comprobar si los hombres y mujeres, individualmente, han de servir a un sistema de gobierno o de economía, o si un sistema de gobierno o de economía existe para servir a los hombres y mujeres". (Roosevelt).

Hoy más que nunca es pertinente retomar el título de un magnífico libro de ensayos de Fernando Vela. Hoy más que nunca procede hablar de un "futuro imperfecto". Al ver que la indignación de un pueblo es capaz de echar a un mandatario corrupto, como acaba de suceder en Túnez, y que eso parece estar teniendo un efecto de contagio en países limítrofes, hay motivos para el optimismo, optimismo que se atenúa a poco que recordemos la deriva que tomaron otras revoluciones no demasiado alejadas en el tiempo y en un espacio geográfico próximo a ese país que en su momento visitó Flaubert para conocer los escenarios en los que ambientaría su novela Salambó.

No deja de ser curioso que en un momento como éste en que la resignación está actuando como el más eficaz bálsamo para amortiguar las protestas contra la crisis en el mundo occidental, surjan estos movimientos de rebeldía en países al sur del Mediterráneo que no se atisba bien si sólo preludian conflictos en ese contexto geográfico, o si -quién sabe- constituyen el antecedente de algo que se va a hacer extensivo al mundo occidental.

Cierto es que en nuestro entorno no hay sátrapas a los que derrocar. En principio, nos podemos permitir el lujo de mandar a casa a los gobernantes de turno en la próxima confrontación electoral. Por mucho que se despotrique contra la democracia, conviene no perder de vista que los horrores de los totalitarismos de todo signo, por los que algunos parecen sentir indesmayables añoranzas, son una pesadilla que se ha quedado atrás.

Sin embargo, las palabras de Roosevelt que encabezan este artículo, que fueron pronunciadas en Chicago el 23 de septiembre de 1942, extraídas de otro libro de Fernando Vela publicado en 1946, Los Estados Unidos entran en la historia, donde el gran ensayista asturiano da cuenta de una excelente biografía sobre el personaje al que nos referimos, tienen una indiscutible actualidad.

Se cayó, en efecto, el Muro que representó durante varias décadas un totalitarismo atentatorio contra la dignidad humana, que, además, ni siquiera logró dar bienestar económico a los pueblos que estaban bajo su yugo. Lo malo es que, a día de hoy, el Estado del bienestar que se forjó en Occidente se encuentra en un declive peligroso, con lo que ello conlleva de pérdida de derechos, lo que pone ante nosotros horizontes de futuro más que inquietantes.

Futuro imperfecto para el Estado de bienestar. Si la población envejece, si los sindicatos dependen cada vez más de los gobiernos que los subvencionan, si las deslocalizaciones están a la orden del día, si los sistemas de pensiones tienen que someterse a tratamientos de urgencia que no serán beneficiosos para las generaciones venideras, si, ante todo ello, la resignación se apodera de los países que en otro tiempo lideraron las protestas en pro de la primacía de los pueblos y los individuos, el panorama que se abre ante nosotros es cualquier cosa menos esperanzador.

Al final de su mandato, alguien tan poco sospechoso de veleidades izquierdistas como Bush, declaró que había perdido su confianza en el sistema capitalista; si un político conservador como Sarkozy habló de la necesidad de refundar el capitalismo, dejando aparte solemnidades retóricas hueras por definición, algo grave nos tiene que estar pasando, y la manera de afrontarlo no es esperar a que los dioses del mercado, con su benevolencia acrisolada, nos salven.

Resulta realmente muy paradójico que el discurso conservador incurra en la contradicción de defender la infinita bondad del mercado, al tiempo que acusó siempre a la izquierda de adolecer de una ingenuidad manifiesta por creer en el ser humano al roussoniano modo. Como decía don Ramón Pérez de Ayala, el primer mandamiento del Estado ha de ser no estorbar; ahora bien, eso no colisiona con legislar de manera tal que se evite la explotación más cruenta y que se garanticen determinados derechos a la ciudadanía. No estamos hablando de utopías quiméricas, sino de realidades históricas, todo lo mejorables que se quiera, pero contrastadas en Occidente tras el fin de la 2ª Guerra Mundial.

Y, ante las convulsiones de Túnez y Egipto, frente a la atonía de una vieja Europa que no sabe bien cómo salir de una crisis que amenaza con recortar derechos, y, con ello, libertades, en el primer caso, lo que se plantean son incógnitas, y, en el segundo, inquietudes.

El futuro imperfecto se escribe desde los descontentos de un presente que en unos casos se manifiestan en la calle y en otros languidecen con una resignación que sólo puede cosechar derrotismo.