Nada más llegar de vacaciones me han pedido a bocajarro un artículo, sin capacidad alguna para llenar lo que está por debajo de la raíz del pelo de cierto poderío intelectual, y sin ninguna compasión frente a la limpieza de cutis neuronal que se había autoimpuesto uno en vacaciones. He rogado ser sustituido en el menester para no hacer el ridículo ni caer en la tentación en boga: escribir de la crisis económica sin saber nada de la misma. El jefe no ha querido entrar en razón, y hasta ha pasado con soberbia por encima de mi petición de un plazo prudencial para recuperar el pulso fenecido bajo los baños de sol y mar. Una hora después del diálogo puse la justicia de su parte, pues cómo podía permitirse alguien la desazón, el decaimiento, la nostalgia, el aburrimiento, el solaz, la amargura o la fantasía ante la irremediable marcha del planeta hacia un punto desconocido de difícil retorno. "Amigo Durán", me dijo en un tono doctoral, "no estamos aquí para gilipolleces ni memeces, sino para agarrar con fuerza el timón e impedir que la fuerza del destino nos arrastre". La llamada al orden se acopló en mi cuerpo de mala manera, casi como una luz telemática dispuesta a hacerme ver las dificultades que tenía delante para afrontar el posverano de 2011, lejos de los julios o agostos de la vida a raudales. No tuve más alternativa que cumplir y caer en el desdoro de escribir de cualquier preocupación pasajera, de esta frivolidad que ustedes leen, preparada a la carrera, insuficiente para impresionar, construida desde la emoción, ausente ante los grandes problemas, autista frente al respeto que imponen los enormes argumentos de la desdicha general... Mientras yo me hundía en la sensualidad abotargada de la despreocupación oía, a lo lejos, a compañeros que perdían la piel con la moción del Hierro, la prima de riesgo, la recesión, la bolsa, el comienzo del curso, el décimo aniversario del 11-S, la peregrinación a Teror... Temas, asuntos y expedientes sobre los que trato de escalar buenamente, como un pequeño boy scout.