Si Julian Assange y Wikileaks hubieran existido a principios de los años 40 del siglo XX, muy probablemente la Gestapo habría detenido y ejecutado a los miembros de la resistencia contra los nazis; también las SS tendrían más fácil la 'solución final' de los judíos. Sin duda, la filtración de los documentos sobre el maquis en poder de la 'Francia Libre' de De Gaulle, de Estados Unidos y del Reino Unido habría sido un demoledor mazazo para los intentos de liberación de la Europa sometida a Hitler. ¿Puede la libertad de expresión y el derecho de información justificar semejante acción criminal? Desde luego que no. También es válido el ejemplo de los disidentes en la URSS y en los antiguos países comunistas satélites de Moscú. El conocimiento público de los datos de la CIA, y el nombre de sus informantes, hubiera provocado la detención inmediata de miles de luchadores por la libertad, para empezar.

No hay nada mejor para comprender una situación que el método comparativo: la decisión de Assange y de 'su' Wikileaks, de publicar los documentos robados íntegramente, con el nombre de los informantes, pone en riesgo inminente a personas y grupos que trabajan por los derechos humanos en todo el mundo. Que informen a Washington no es motivo suficiente para trasladarles el odio que alguien puede sentir por EE UU. Los cinco grandes medios de comunicación internacionales que recibieron la primera tanda de filtraciones de los cables del Departamento de Estado USA -The New York Times, The Guardian, Le Monde, Der Spiegel y El País- dieron luz verde a la información tras un cuidado proceso de edición: se contextualizaron los hechos, se pusieron en relación con episodios históricos y, desde luego, se omitió el nombre de los remitentes. Fue una excelente demostración práctica del buen periodismo enfrentado a un vicio creciente en internet: la irresponsabilidad; el libertinaje traducido a sus formas de insulto, injuria, desconocimiento, manía persecutoria... y la soberbia que engendra un anonimato que suele ser el vehículo utilizado por el odio y la envidia.

Hay conclusiones que no necesitan de logaritmos neperianos para su demostración. Si las autoridades libias hubieran llegado a conocer los nombres de los 'rebeldes' que estaban en tratos con EE UU, Reino Unido, Francia o España, los habrían 'neutralizado' inmediatamente; lo mismo que el presidente bielorruso o los de los 'tanes' escindidos de la URSS, que persiguen con saña a los disidentes. Ningún regalo les agradaría más a los ayatolás de Irán -que están demostrando una crueldad extrema con los aperturistas- que conocer la lista de los líderes de las revueltas y de los profesores e intelectuales que a través de complicados atajos se han puesto en contacto con los gobiernos occidentales y con organizaciones de derechos humanos. Lo mismo sucedería en Corea del Norte, en Birmania, en Nicaragua... Los narcotraficantes mexicanos, colombianos, venezolanos... enviarían a sus sicarios con toda rapidez para acabar con todo aquel que dificulte el 'negocio'.

El periodismo tiene sus 'condiciones inherentes', como todo en la vida. No hace falta acudir a los códigos y a las leyes para conocerlas. Debería bastar con el sentido común, y hasta con el sentido propio. La búsqueda diligente de la verdad no es una patente de corso que pueda poner en peligro la vida o los derechos humanos por excentricidades que en realidad encubren lesiones de autoestima y obsesiones enfermizas. Wikileaks fue entendida por algunos como una profundización democrática y un apoyo al conocimiento de la política contemporánea. Pero se ha transformado en un riesgo social. En el fondo, quien roba información fuera de los cauces profesionales aceptados ya en la jurisprudencia democrática, o la crea y fabrica a su gusto, sea Assange o Murdoch, no es de fiar; no son trigo limpio. tristan@epi.es