Teníamos que salir del pequeño cubículo, porque alguien había detectado su presencia. Yo acababa de entrar para hacerle la entrevista. La estancia parecía un bunker en miniatura. Cinco o seis personas con actitud miliciana en diez metros cuadrados. Sentado en la única silla estaba el poeta, pantalones de tergal y camisa de manga corta. Parecía sobrepasado, a punto de estallar. Le cogía del brazo a alguien y con la cara cubierta de sudor le contaba:

-Esta mañana, al salir del comedor del hotel, se me acercó un chico con una grabadora, y sin más me dijo: "Mario, ¿qué es para tí la primavera?". ¡La primavera! ¿Pero qué quiere que le diga sobre la primavera? ¡Esto es una locura!

Nadie parecía advertir mi presencia. Otro profesor entreabrió la puerta, miró por el resquicio y dijo en voz baja: "Creo que podemos llegar al despacho del director ahora. Por aquí no hay nadie". Salimos como soldados de una trinchera, en fila india, mirando a izquierda y derecha por si aparecían los aterradores estudiantes. Tuvimos éxito y ocupamos cuasimilitarmente el despacho. Había agua. El poeta se bebió un botellín de un trago. "Aquí podemos aguantar hasta que comience el acto", dijo alguien. El poeta era Mario Benedetti, el acto era un recital de poesía en la Universidad de Verano de Adeje en los años noventa y el peligro los más de 500 pibes y pibas que se habían congregado para escucharlo, celebrarlo, aplaudirlo, cantarlo eucarísticamente, y que deambulaban dentro y fuera del recinto como detectives enamorados para descubrirlo en carne mortal.

Pensé que este estado de sitio a treinta y cinco grados a la sombra- en la que nadie parecía interesado en mi presencia - expresaba perfectamente el éxito y el fracaso de Benedetti como poeta. El éxito siempre parte de un malentendido y sin el fracaso no se agota ninguna obra, ninguna vida. Benedetti abogó desde su juventud por una lírica sencilla, diáfana, inmediata, sin miedo al prosaísmo - ni casi al ridículo - que estableciera un diálogo con el lector "para aludirlo, no eludirlo". Su finalidad - y me parecía ligeramente pueril - era despertar al lector - un compañero siempre sesteante -para que se rebele, se depure de miedos y convencionalismos egoístas y -hasta cierto punto - se comprometa con amor y con humor con el cambio en la vida cotidiana y en la vida política hacia la libertad y la dignidad. O algo así. Pero si Benedetti no sucumbía irremediablemente al panfleto cantable era, precisamente, por lo que en sus versos impugnaba ese espíritu optimista, didascálico e insurreccional: la ironía retráctil, la melancolía de los días inútiles, las certidumbres del fracaso, el reiterado descubrimiento de que el amor se hace y se deshace y no hay más. Era ya, y lo sabía, una marca comercial.

Ya el salón estaba abarrotado cuando se decidió que había llegado la hora. Todos los presentes suspiraron y Benedetti tomó rumbo a la puerta, pero se tropezó conmigo.

-¿Usted quién es? -me preguntó.

- Yo?Yo soy periodista?

El poeta se me quedó mirando, estupefacto, miró la puerta, observó durante tres o cuatro segundo mi bloc de notas, levantó la cabeza al escuchar un aplauso lejano, abrió los brazos y me dio la única respuesta posible y sincera entonces y ahora:

-Lo siento.