La Provincia - Diario de Las Palmas

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Javier Durán

Cabecitas confinadas

Estudiantes de Secundaria en Tomás Morales

Bajo el envoltorio de los planes de contingencia en colegios, los grupos burbuja o las limitaciones a la interrelación conviven, en este curso escolar de ciencia ficción, sentimientos que van desde el remordimiento a la tristeza más absoluta. Miles de padres despiden todos los días a sus pequeños con la amarga sensación de que los envían a un mundo que parecía inimaginable, donde el miedo ha acabado por devorar el espacio del juego, la ingenuidad, la travesura, la felicidad, la timidez, el encanto, la osadía... De la noche a la mañana han pasado a ser adultos forzados por la pandemia, a mostrar a través de unos ojos apenas descubiertos por la mascarilla la extraña y a la vez desorbitada infancia que les ha tocado vivir. Las exigencias extremas, la superación de las calificaciones, deben pasar a un plano secundario: más importante que cualquier operación matemática o análisis sintáctico es conjurar los temores, hacer que la existencia de la niñez colapsada sea sustituida, en la medida que se pueda, por los enormes sueños que van del cuento a la vida, hasta el punto de entremezclarse. Lamentamos durante el interminable confinamiento el encierro de los niños, que desaparecieron del mapa urbano para ocupar todos los rincones de las casas y revolucionar la vida cotidiana de las familias, forzadas a desplegar todas sus habilidades prácticas y lúdicas para echar combustible a las demandas de atención. Pero no es ni mucho menos una etapa de archivo o hemeroteca. Ahora van al colegio, salen de paseo y van a los parques, pero aún siguen confinados. Siguen sin poder ser ellos mismos: la pandemia reprime las viejas tradiciones del momento del patio; la vuelta a casa en la guagua no es igual que antes, hay temor; el bocadillo preparado ha perdido sabor; los intercambios de bolígrafos, gomas y lápices han desaparecido; en el ambiente flota el susto por la ausencia imprevista de un compañero que se ha puesto malo; la clase de gimnasia tampoco es la misma, ni las actividades extraescolares... Así y todo, lo peor es despedirse de ellos en la entrada del colegio y verlos alejarse en su vulnerabilidad con sus kits contra el coronavirus. Los padres, en ese instante, se sienten muy dolidos, inundados por una sensación tremenda de impotencia, de no poderse intercambiar por ellos, de maldecir un progreso que no ha sido capaz de arreglarle la vida a sus hijos, de culpabilidad y también de voluntad para intentar en lo posible borrar los PCR de sus cabecitas.

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