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Juan Cruz Ruiz

Historia personal en torno al prejuicio contra Teddy Bautista

El primero de junio de 2011, a mediodía, se conoció la detención de Teddy Bautista, presidente de la SGAE. Nueve años más tarde se sienta en el banquillo de los acusados en la Audiencia Nacional, desde esta semana que acaba hasta el próximo mes de diciembre. Mi memoria no ha borrado nunca el día de la noticia, que para él fue (y sigue siendo, imagino) dramática no sólo por el hecho en sí de ser detenido, sino porque el juez que ordenó esa acción consideró oportuno hacerlo con una espectacularidad que parecía más un castigo perpetrado antes del juicio, es decir, un prejuicio, que una acción destinada a cumplir los objetivos de una investigación en curso. El juicio es ahora; aquello fue un prejuicio. Un grupo de hombres armados accedió a la sede de la SGAE como si el hombre estuviera atrincherado y no quisiera rendirse, cuando en realidad allí dentro estaba tranquilamente, volviendo con otros compañeros suyos de un entierro de alguien que formó parte de su equipo en la institución que presidía.

La nitidez con la que recuerdo ese día y algunas de sus circunstancias tiene que ver, no sólo con la retentiva a la que estoy obligado como periodista, sino porque en este momento justamente estaba haciendo el primer viaje de mi vida con el nieto que acababa de nacer. Íbamos con él a un pueblo de Ávila; era sábado y las noticias en seguida acompañaron, en el coche, el viaje de ida. A lo largo de la jornada estuve en contacto con algunas personas que me podían dar noticia de cómo proseguía la acción judicial; al atardecer, una persona que ya no está entre nosotros y que entonces tenía autoridad para conocer lo que estaba sucediendo e incluso para explicar qué podría suceder en el inmediato futuro, me dijo que pronto se sabría el desenlace. El desenlace prosigue mezclado con el misterio y, para Teddy y sus compañeros encausados, aquel gesto judicial no ha conocido otros alivios que los que les haya dado el tiempo de espera, durante cuyos largos años se han producido cambios que, en el caso del mítico líder de Los Canarios, han resultado decisivos y sorprendentes. Pues la propia SGAE, que lo acusaba, ha retirado sus cargos y no está ahora en los bancos de la acusación de la Audiencia Nacional.

Durante estos años, Teddy Bautista ha reclamado que el juicio se hiciera cuanto antes; la respuesta es ahora, nueve años después. Los he vivido personalmente con una gran intensidad amistosa. En aquel entonces yo no era especialmente amigo de Teddy; admiraba su energía, que dio y regaló a su trabajo y a la gente que le pidió consejo y también a los que disfrutaron de su arte como compositor y como intérprete. Como alto ejecutivo, relacionado con el mundo de la gestión de derechos, viajaba por todas partes, daba conferencias y entrevistas, era quizá el canario más activo que yo hubiera conocido en todos los años de mi vida, aparte de mi padre, naturalmente. De pronto, esa actividad cesó y Teddy se dedicó a escribir libros, vi cómo se iban haciendo, en los que no se traducía su amargura sino su conocimiento. Pasó algo más, que es lo que me acercó a él y que muy pronto me hizo sentir su presencia y sus avatares como los de un amigo que relata sin rencor la injusticia que él estima que sufre. Muy pronto esa circunstancia, que lo legitima para sentirse herido, dejó de ser parte de su conversación personal, así que volvió a ser el pensador y el artista, volcado en la lectura y en la discusión teórica sobre lo que le espera al mundo, además de en la composición de nuevas obras cuya sinfonía revelan el artista que lleva dentro y la calma que es capaz de sacarle al alma de la música.

Digo que no era un amigo cercano de Teddy, no porque él fuera lejano, sino porque su tiempo estaba marcado por la prisa y por la imposibilidad del asentamiento. Hasta que un día observé que, a la pena judicial que padecía desde el 1 de junio de 2011, medios de muy diversa factura, periódicos, radios, y colegas que en otro tiempo le debieron al menos la gratitud de su dedicación y de su inventiva, decidieron anularlo como persona y como trabajador para convertirlo en el objetivo del insulto. Fue un insulto constante y desmañado, un prejuicio prolongando y denso, lleno de maldad y desconocimiento. Esas circunstancias me inspiraron un libro, Contra el insulto, en el que lo hice acompañar de otros ilustres insultados, entre los cuales estaban Jacinto Pellón, el muy vilipendiado presidente de la Expo 92, el doctor Montes, acusado falsamente de practicar la eutanasia, y Pilar Miró, a la que por el precio de unos trajes le amargaron la vida hasta su muerte. Teddy estaba entre los más insultados de España. Con saña y, ya digo, con desconocimiento, pues pocos se acercaron a él para comprobar los dicterios y muchísimos, sin embargo, decidieron que la simple prospección judicial (aquel espectacular asalto a la SGAE para aprehender al presunto bandido) ya era materia para la prematura condena.

Este ha sido para él un calvario judicial que merecía respeto, que ni ha exigido ni ha pedido; ha vivido estos nueve años con la convicción de su inocencia, y aunque ésta no se pueda dictaminar judicialmente hasta que termine de veras el proceso, lo cierto es que cada uno de estos miles de días que hay desde aquel mes de junio, ha tenido derecho a que no se le juzgue prematuramente y a que se mantenga intacta esa presunción a la que tiene derecho. Creo en ese derecho y no hay ni un soplo de duda de que él se lo merece. Por mi parte, siempre le he deseado bien, y aunque ya haga tantos años como los que tiene mi nieto en ningún momento de esta historia personal suya me he podido olvidar ni de los insultos ni de la espectacular detención, tan exagerada como un prejuicio.

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