Desde la Revolución Francesa, cuando los defensores de la monarquía se agruparon en la parte derecha y los revolucionarios en la izquierda de la Asamblea Nacional, la distinción entre derecha e izquierda sirve de orientación básica del pensamiento político moderno. Ha sido siempre un criterio relativo y evolutivo, dependiente de culturas regionales y contextos históricos. Ser de izquierda o derecha significa algo muy distinto en Suecia y EEUU o en un país musulmán y laico, pero siguen funcionando una serie de nociones, valores y visiones de la sociedad que diferencian estas dos posiciones políticas. Lo que ocurre es que en la política institucional esta diferenciación ha perdido progresivamente su sentido. Podemos todavía diferenciar movimientos sociales, discursos, posiciones filosóficas, etc., según el criterio de derecha/izquierda pero no podemos votar a opciones políticas diferenciadas. Votemos quien votemos, el resultado son políticas de derecha moderada, es decir, políticas que se subordinan a las demandas del capital y mantienen unas infraestructuras básicas de servicios públicos para limitar las fuerzas destructoras de la vida social humana y del medio ambiente implícitas en un capitalismo desbocado.
Han sido los fracasos históricos de las tres corrientes de la izquierda que nos han llevado al triunfo de la derecha sin alternativas. Primero el anarquismo libertario nunca ha conseguido llevar a la práctica sus ideas y principios y esto no solo por la enorme hostilidad tanto de la derecha como de las izquierdas sino también por su incapacidad de desarrollar formas de organización operativas y eficaces. La socialdemocracia, por su parte, había despertado grandes esperanzas con sus políticas de bienestar en los treinta años gloriosos del capitalismo después de la II Guerra Mundial en algunos países occidentales pero cuando las altas tasas de crecimiento empezaron a ralentizar en los años setenta del siglo pasado el ingenuo sueño socialdemócrata terminó. Los ingresos fiscales reducidos ya no permitían generosas prestaciones sociales y, además, había crecido una burocracia estatal que consumía una creciente parte de los recursos públicos sin dejar margen para la inversión y la mejora de los servicios. La globalización posterior con la emancipación del capital de la tutela de los estados nación significó el tiro de gracia para la socialdemocracia. La España del Gobierno Zapatero experimentó el último cartucho de la ingenuidad socialdemócrata con los cheques bebé y la exención de impuestos general para todos, para pobres y ricos, en una práctica de reparto generoso de los beneficios de la burbuja inmobiliaria. Regalitos del Gobierno en vez de invertir en una infraestructura de bienestar y un modelo productivo sostenible demostraron las carencias políticas e intelectuales de nuestra socialdemocracia. Finalmente la caída del muro de Berlín simbolizó el fracaso estrepitoso de la tercera corriente, del comunismo soviético.
Desde entonces la derecha ha quedado sin alternativa política a pesar de su constante fracaso en la práctica. Las recetas neoliberales han generado un aumento de desigualdad, una mayor desintegración social, el descontrol del deterioro del medio ambiente, graves crisis de desarrollo en los países latinoamericanos y africanos que las han adoptado, un aumento de guerras comerciales y un sinfín de problemas más sin solución. Pero el neoliberalismo se ha convertido en la religión incuestionada de los gobiernos actuales y si optamos por los partidos de izquierda todavía existentes, sus reformas laborales, sus políticas económicas y fiscales, sus recortes y privatizaciones de lo público, sus prácticas de gestión administrativa, sus políticas de educación, es decir, su política real resulta ser de derecha.
En esta democracia sin alternativas políticas los discursos populistas de identidad cobran cada vez más fuerza, la elección entre un nacionalismo español o catalán aparece como una alternativa imaginaria en un mundo sin alternativas reales. Pero queda un ámbito donde todavía hay ciertas diferencias entre derecha e izquierda: la corrupción. No es que la derecha sea más o menos corrupta que la izquierda, ambos han demostrado de sobra que forman parte de un sistema de corrupción generalizado en nuestro país que engloba a todos los niveles administrativos y todos los sectores privados y públicos. Pero hay dos estilos, dos enfoques diferentes de tejar las telarañas de corrupción que aunque se solapen y se complementen enseñan un origen más de izquierda o más de derecha.
“Estoy en la política para forrarme” expresó el presidente de la Diputación de Valencia Vicente Sanz, ex secretario del PP de Valencia y de Ràdio Televisió Valenciana, implicado en los casos Naseiro y Gürtel y condenado por abusos sexuales a periodistas. Su compañero de partido, presidente de la Generalitat Valenciana y ministro de trabajo del gobierno de Aznar, Eduardo Zaplana, añade: “Me tengo que hacer rico, me hace falta mucho dinero para vivir.” La corrupción de la derecha se dirige directamente al uso de recursos públicos para el enriquecimiento personal a través de cajas B del partido, la financiación ilegal por donaciones de empresas amigas a cambio de recalificaciones de suelo, adjudicaciones de contratos de obra y subvenciones con la banca y las grandes empresas de la construcción y de los sectores privatizados (energía, telefonía) como aliados. La tesorería del PP bajo la dirección de personas como Rosendo Naseiro y Luis Bárcenas se convirtió durante décadas en epicentro de tráfico de influencias, negocios ocultos y financiación ilegal a gran escala. Esta red de tramas corruptas engloba a todos los gobiernos autonómicos del PP (Madrid, Valencia, Galicia, Baleares, Castilla y León), a los gobiernos de CiU en Cataluña (caso Palau) e incluso a la Casa Real (caso Nóos). Sus protagonistas siempre niegan los hechos, acusan maniobras de la oposición y se remiten a la justicia, una justicia que en muchos casos les indulta o se limita a condenas meramente simbólicas. Los millones de euros estafados desaparecen blanqueadas en Suiza o los paraísos fiscales.
La corrupción de la izquierda es diferente. “El PSOE no tiene por qué acomplejarse ni avergonzarse” declaró el ex presidente andaluz Manuel Chaves después de haber sido condenado por el caso de los ERE y lo presenta como una política social a favor de trabajadores despedidos. Los ERE fraudulentos, con cerca de mil millones de euros estafados para financiar ayudas a trabajadores en situación de despido o jubilación anticipada, muchos de ellos sin empleo real en empresas ficticias, representa la esencia de la corrupción de izquierda. Hay que enseñar a la clase trabajadora como cobrar un salario a cargo de las arcas del Estado sin trabajar, la particular fórmula del socialismo obrero español, algo que ya habían practicado durante décadas con el Plan de Empleo Rural (PER), donde los alcaldes firmaban jornadas de trabajo ficticias para facilitar el derecho al subsidio de desempleo para los trabajadores del campo andaluz. En muchos casos los alcaldes incluso cobraron por las firmas y siempre dejaban bien claro que había que reelegirlos para no perder esta única fuente de ingresos. Todo esto forma parte de una densa y amplia red de corruptela socialista de reparto de fondos públicos, muchos de estos de origen europeo, para ayuntamientos, sindicatos, ONGs, fundaciones, asociaciones afines, entidades de formación, etc., para así garantizar votos cautivos y la permanencia en el poder.
La corrupción es el último ámbito donde la izquierda puede demostrar su solidaridad frente a la cobardía de la derecha. Cuando el ex ministro del interior del PSOE, José Barrionuevo, entró en prisión en febrero de 2003 por los fondos reservados y la financiación de los GAL, recibió el afectuoso abrazo de su ex presidente del gobierno Felipe González en presencia de toda la cúpula del partido. Cuando el ex vicepresidente del gobierno del PP, Rodrigo Rato, entró en prisión en octubre de 2018 por varios delitos financieros, entró solo, abandonado por su partido y por los colaboradores de sus tramas corruptas. La izquierda es solidaria con sus corruptos porque sabe que son parte de su práctica política, de su cultura organizativa. La derecha también lo sabe pero solo defiende a los suyos hasta la caída final en los juzgados. A partir de ahí los compañeros, antes tan honestos y ejemplares, simplemente dejan de existir.
La derecha actúa en la política como una banda de ladrones a gran escala y la izquierda lo hace como una red de caciques estafadores. Mientras la derecha ficha directamente intermediarios mafiosos para desviar fondos públicos a gran escala a los bolsillos de empresarios y banqueros amigos, la izquierda crea un tramado institucional a través de servicios sociales y de empleo, de fundaciones y sindicatos amigos, de cursos de formación y de prestaciones de desempleo. Esta distinción entre dos estilos de corrupción es de tipo ideal. En la realidad los dos se mezclan y se complementan y los dos grandes partidos de la democracia española llevan muchos años de aprendizaje mutuo. De las “tarjetas black” de Caja Madrid se beneficiaron tanto políticos del PP como del PSOE e IU, tanto empresarios como sindicalistas. Ya en 1988 el artífice de la corrupción de derecha en nombre del PSOE, el entonces ministro de Economía y Hacienda Carlos Solchaga, presumía de que “España es el país donde se puede ganar más dinero a corto plazo de Europa y quizás del mundo”. Su partido había creado una trama de empresas ficticias con el fin de financiar sus campañas electorales y de enriquecer políticos y empresarios amigos a través de contratos públicos inflados y servicios ficticios (caso Filesa), un modelo copiado y refinado después por los tesoreros del PP. Los gobiernos de Felipe González establecieron así tupidas redes de corrupción de estilo de derecha e izquierda con implicación de los directores del Banco de España (Mariano Rubio), de la Guardia Civil (Luis Roldán), de la Bolsa de Madrid (Manuel de la Concha) y banqueros como Mario Conde (caso Banesto) a las cuales había que añadir unos fondos públicos bien dotados (fondos reservados) para la financiación de sobresueldos de altos cargos del Ministerio de Interior y de criminales y terroristas de Estado (grupos GAL). Los gobiernos del PP, a partir de 1996, solo tenían que seguir estas prácticas lucrativas bien instaladas y ajustarlas a los millonarios negocios de las privatizaciones de las empresas públicas y de la burbuja inmobiliaria. Para agilizar el flujo de dinero público hacia los bolsillos de los amigos privados se instaló una nueva clase de agentes financieros intermediarios como Francisco Correa, Pablo Crespo, José Manuel Villarejo, David Marjaliza, Álvaro Pérez (El Bigotes) o Lluís Prenafeta (brazo derecho de Jordi Pujol) que operaron directamente desde las sedes de los partidos instruyendo a los funcionarios de las administraciones y las empresas beneficiarias de los amaños. De ahí surgieron grandes proyectos de infraestructuras inútiles como el aeropuerto de Castellón, la Ciudad de las Artes y las Ciencias de Valencia, el velódromo de Palma Arena y muchísimos más, todos con unos sobrecostos inmensos. Según un informe para el Parlamento Europeo, la corrupción consume en España el 8% del PIB.
España padece desde la época de los gobiernos de Felipe González unos niveles de corrupción que afectan a la práctica totalidad de sus instituciones, desde la Casa Real hasta los principales partidos políticos, la banca, la patronal, los sindicatos y las administraciones locales y regionales y todo indica que esto va a seguir por mucho tiempo más. El pueblo español hace tiempo se ha resignado. Cuando a final de la burbuja inmobiliaria se presentan más de cien alcaldes imputados en las elecciones municipales en 2007 y 2011, la gran mayoría fue reelegida y no hubo diferencias entre PSOE y PP. Cuando los jóvenes ocuparon las plazas gritando “No nos representan” y “No hay pan para tanto chorizo” surgieron dos partidos nuevos para acabar con la corrupción de la izquierda (Podemos) y de la derecha (Ciudadanos). Los dos fracasaron estrepitosamente. Así el ciudadano español sigue con la única alternativa de elegir entre los ladrones de la derecha y los caciques de la izquierda.