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La segunda muerte de los símbolos coloniales

La noticia de la destrucción de otro símbolo colonial ha vuelto recorrer el mundo. En esta ocasión ha sido una estatua del conquistador español Sebastián de Belalcázar en la ciudad colombiana de Popayán, condenada por genocidio, violación y robo de tierras por parte del grupo indígena que la ha derribado y decapitado. La carga significante de la que está revestido este acontecimiento actualiza la manera en que la monumentalización del pasado nos interpela.

Como rehén de una guerra de signos que se remonta al inicio de la colonialidad, otro conquistador español, Hernán Cortés, ahorcó a algunos de sus soldados y ordenó el hundimiento de las naves en que había alcanzado el golfo de México. Un gesto simbólico que, pese a destruir sus instrumentos de colonización, contribuyó definitivamente al éxito de la conquista de México. Casi dos siglos más tarde, miles de cautivos llevaron a cabo actos de significación similar al quemar, en pos de obtener su libertad, muchas de las plantaciones que habían convertido la colonia de Santo Domingo en un régimen atroz de amos y esclavos.

Efemérides como estas, que acabaron con la vida de muchos de sus protagonistas, también prolongaron su trascendencia después de la muerte. En el caso de Cortés, bajo la apariencia de una visión espectral que adelantaba el destino aciago de quien no acatase sus órdenes, generando así mayor cohesión entre sus tropas. En Haití, en cambio, sobrevive un resto igualmente traumático, pero llamado a instigar, sobre las cenizas de aquel alzamiento, una revolución. En otras palabras, la primera muerte de personajes históricos como el desertor Juan Escudero o el cimarrón François Makandal, bajo la amenaza de repetirse, los instala en la “eternidad”.

A este respecto, me parece oportuno recordar una de las interpretaciones más llamativas acerca de la muerte producidas por el psicoanálisis lacaniano. Se asegura desde esta escuela que solo es posible morir dos veces. La primera muerte se origina por razones biológicas, es decir, debido al cese por alguna razón de las funciones vitales de nuestro cuerpo. Ahora bien, no conviene olvidar que a esta muerte física le puede suceder o anteceder una segunda muerte, todavía más definitiva, pues esta implica la desaparición radical de la trama simbólica que da sentido a nuestra vida social, aún después de muertos. Luego, de no producirse esta segunda muerte, lo que queda es la repetición, la insistencia de los signos.

Esta posibilidad de morir dos veces se observa con nitidez en el antagonismo constitutivo que atraviesa otros episodios de resistencia al colonialismo. Así se explica, por ejemplo, que treinta años antes de que fuesen destronados algunos de estos símbolos al calor del movimiento Black Lives Matter en Estados Unidos y Europa, se decapitara en Tenerife la imagen de otro conquistador y esclavista: Alonso Fernández de Lugo, que cayó de modo similar a como lo hicieron las efigies erigidas en honor al general Leclerc en Camerún, a Colón en Venezuela o al propio Belalcázar en Colombia

El rechazo a monumentos que conmemoran los orígenes modernos de formas de opresión basadas en la raza, el género, la clase o el conocimiento no se agota, sin embargo, con su destrucción material. Remover los objetos que aún encarnan la supremacía de Occidente puede suponer, especialmente para ciertos colectivos, una vía inédita desde la que reinterpretar su alteridad histórica, así como un ejercicio catártico con que transformar su pasado desde el presente. Pero avanzar hacia una mayor justicia social y cognitiva requiere algo más que la necesaria resignificación de estos vestigios, la renegociación del lugar que ocupan en el espacio público o el reconocimiento del dolor que evocan.

Un malestar torturante envuelve aún la manera en que enunciamos la historia después de tantos siglos de colonialidad. De ahí que el drama de la primera muerte de los cuerpos implicados en ella se vivifique todavía con tanto ímpetu. Sin embargo, no es solo su fisicidad lo que ha mantenido estos símbolos en pie. Más allá del deseo de contener en la muerte a los muertos, también nos pulsa la certeza de que sus fantasmas pueden regresar.

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