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Joaquín Rábago

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Joaquín Rábago

La llegada de Trump a la Casa Blanca no habría sido seguramente posible sin el despegue de China

La llegada a la Casa Blanca de un individuo tan poco preparado como Donald Trump no habría sido seguramente posible sin las consecuencias negativas que tuvo para EEUU el despegue de la China comunista, al que contribuyeron en muy buena medida las deslocalizaciones de empresas norteamericanas a aquel país y su profundo impacto negativo en el nivel de empleo industrial en EEUU.

Empresas como Boeing, General Electric o Pepsi, además de los grandes bancos estadounidenses como Goldman Sachs, Morgan Stanley o JP Morgan querían conquistar ese mercado y querían al mismo tiempo mano de obra barata, argumenta el historiador británico Adam Tooze (1).

El gobierno de Bill Clinton renunció en 1994 a la línea dura adoptada frente a Pekín tras la represión de la plaza de Tiananmen de cinco años antes y optó en su lugar por buscar en aquel enorme país nuevas oportunidades de negocio para su industria y su sector financiero, en claro desafío a los sindicatos norteamericanos, que venían un peligro para el trabajador medio.

Incluso muchos demócratas norteamericanos, los que no siguen atribuyéndolo todo a las supuestas o reales injerencias rusas en el proceso electoral, consideran que el inesperado triunfo de Trump tuvo mucho que ver con el enfado de los trabajadores industriales norteamericanos con el claro desequilibrio comercial con China, que el republicano no vaciló en atribuir directamente a la desastrosa gestión de anteriores gobiernos.

Los halcones que aconsejan a Trump en materia económica como el responsable del Comercio exterior, Robert Liththizer, o su asesor favorito en políticas comerciales e industriales, Peter Navarro, culpan no sólo a los ex presidentes Clinton y Barack Obama, sino también al republicano George W. Bush, de no haber sido excesivamente condescendientes con China.

Consideran aquéllos un fracaso el intento de integración del gigante asiático en la economía mundial y creen que se actuó con excesiva ingenuidad al admitir a China en la Organización Mundial del Comercio, opinión que no comparten sin embargo los halcones de la otra parte, que consideran que el presidente Xi y su equipo tuvieron que hacer excesivas concesiones a la hora de adaptar la legislación china a las duras exigencias de ese organismo.

El boom exportador chino del nuevo milenio fue resultado sobre todo de la mayor movilización de capital y trabajo por parte de China desde los años noventa del siglo pasado, proceso en el que el capital occidental tuvo un papel clave, como señala Tooze.

La cuestión es a quién en Estados Unidos benefició sobre todo el despegue chino, es decir, quienes negociaron con Pekín en nombre de la superpotencia tenían en la cabeza los intereses de los trabajadores estadounidenses o los de sus empresas. Parece claro que esto último es lo cierto, lo que explica la frustración del trabajador industrial medio, que se convertiría luego en votante entusiasta de Trump.

Todo ello permitió a un incondicional de Trump como es su ministro de Justicia, William Barr, quejarse demagógicamente de que en el trato con China los jefes de muchas de esas grandes empresas norteamericanas hubiesen tenido más en mente el interés de sus accionistas que el interés nacional. Barr se permitió incluso insinuar demagógicamente que si aquéllos seguían cabildeando a favor de Pekín, se exponían a ser tratados en EEUU como agentes extranjeros.

Los dirigentes de Pekín desestimaron, por su parte, las quejas de Washington con el argumento de que nadie había obligado a la Boeing o a General Electric o a otras grandes empresas estadounidenses a invertir en el mercado chino y si lo habían hecho era sólo porque les interesaba desde el punto de vista económico.

El resultado es que no solo Estados Unidos, sino también los países europeos más exportadores como es el caso de Alemania, están preocupados por la desfachatez con la que los chinos se apropian del saber hacer occidental para perfeccionar sus propias cadenas de creación de valor, lo que permita a sus empresas ser cada vez más competitivas.

Según algunos cálculos, en Estados Unidos, por ejemplo, se destruyeron hasta 2,5 millones de puestos de trabajo debido a las exportaciones de su rival asiático, lo que puede no ser mucho en términos absolutos – un 2 por ciento aproximadamente de la población activa- pero equivalen a un 20 por ciento de los trabajadores de la industria, entre los que se encuentran muchos votantes de Trump.

Dados sus grandes recursos, EEUU podría haber amortiguado las consecuencias de ese golpe a su industria aumentando las inversiones en el sector social o la educación y formación, pero ello habría requerido, explica Tooze, una política creativa, a la que se ha opuesto tradicionalmente el Partido Republicano.

Ocurre además que Trump está dividido entre el deseo de presentarse como el héroe de la clase trabajadora abandonada por gobiernos anteriores, sobre todo los demócratas, y su interés por la evolución del índice Dow Jones de las treinta mayores empresas del país, y a éstas no las entusiasma especialmente el nacionalismo económico que propugna.

Todo ello se complica por el hecho de que el conflicto entre Estados Unidos y China no es exclusivamente comercial, sino que afecta directamente a cuestiones geoestratégica: la dominación unipolar ejercida por Washington tras el fin de la Guerra Fría permitía establecer, dice Tooze, una clara división entre política comercial y de seguridad.a se

El crecimiento económico impulsado por la globalización podía considerarse “inocente”. China se convertía así en socio de un sistema creado por Washington y en el peor de los casos, no podría causar grandes daños dada la abrumadora superioridad militar y económica estadounidense, pero esto ya no es así:.

Si buena parte de la elite estadounidense está hoy preocupada, no se debe a los eventuales desequilibrios comerciales, sino a la fuerza tecnológica y militar de un país dispuesto a disputarle a Washington esa hegemonía, lo que inclina la balanza estratégica en la dirección que aquélla considera equivocada.

(1) “EL COMBATE DEL SIGLO”. ARTÍCULO PUBLICADO CON EL TÍTULO DE “WHOSE CENTURY?” EN LA LONDON REVIEW OF BOOKS.

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