La Provincia - Diario de Las Palmas

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Escritos antivíricos

Arucas mon amour

Poética es la pretensión de delimitar el alcance de la palabra “paisaje”, una palabra a la que Mallarmé no hubiese titubeado en llamar “palabra mágica”, que es, como afirma Hilde Domin, “sólo un nombre diferente de lo indefinible”. A pesar de ello, el embozado forzoso nunca ha renunciado a satisfacer con criterios racionales las preguntas que Domin se hace frente a la evanescente palabra poética y que son aplicables a la palabra “paisaje”: “¿en qué consiste esta ‘magia’, qué hace respirar esta palabra? ¿Qué mantiene viva esta palabra que respira, por encima del tiempo y del espacio?”.

El embozado forzoso habita con frecuencia Arucas, su ciudad natal. La habita literalmente y figuradamente. Habita literalmente el lugar y habita figuradamente la palabra. A veces, incluso, le cuesta separar ambas dimensiones del paisaje de su residencia y termina habitando literalmente la palabra y figuradamente el lugar. Se confunde. ¿Qué es Arucas? ¿Un nombre o un emplazamiento? ¿Es una ciudad de tantos habitantes, con tantas gasolineras y tantos supermercados y con tantos restaurantes? ¿Es el antiguo mercado que erige su ruina en el casco histórico como monumento a la deshonestidad que floreció en la época del boom urbanístico? ¿Es un folder de documentación comprometedora y el exilio en Tenerife y con bajo perfil de algún gestor de dudosa catadura? Indudablemente sí, Arucas es eso, ¿pero lo es por la fuerza de los hechos o por el poder de una ficción y de sus hilos de trama novelesca?

El embozado forzoso no quiere entrar en aguas cenagosas, tampoco quiere con sombríos datos y tenebrosas evidencias construir una novela que sin duda le saldría negra. De natural optimista, el embozado forzoso quiere leer Arucas con afecto, como un paisaje, como una palabra mágica, quiere leer Arucas “a la Mallarmé”, como una figuración poética de entrañables sentimientos, como su mon amour: el oloroso anón que daba paso a las plataneras que ya no existen, justo frente a la casa de su abuelo en Suárez Franchy; el olor de la madera que su otro abuelo trabajaba en el Cerrillo y los caminos que con él transitaba hacia la Fula; el plátano que se le clavaba en el hombro cuando sacaba los racimos de Granjería o de los bancales bajos hasta la Acequia Alta; Laika, la perra de Esperancita que vivió siempre atada al otro lado de la acequia; los gatos que se criaban en las plataneras del Capitán; las vacas, los canarios y el carnero revirado de Visvique; la que llamaban “calle trasera”, en el Calvario, que tenía otro nombre; el millo que se cosechaba en Barreto para hacer el gofio; el queso que su madre ponía en el cañizo del cuarto oscuro para que se curara; las tierras en que con su padre aprendió lo que de verdad cuesta un peine.

Arucas mon amour es lugar mítico y legendario, palabra mágica, un conglomerado de elementos afectivos y factuales de todo tipo y condición, una ciudad y un nombre que llegan muy lejos y alcanzan ámbitos de significación remota: un guardia que lo obliga a levantarse del estadal de la acera, porque Franco no lo permite y está feo sentarse allí; un colegio de La Salle en el que recibe los diplomas que año a año se disputa en fomentada competencia con Laureano y Raju, sus encarnizados contrincantes; un parque en el que hacer cosas prohibidas y enamorarse sin remedio; una costa para bañarse desnudo y tomar el sol a escondidas.

El paisaje de Arucas, eternamente vivo e inagotable, es aquiescente de la respuesta con que Hilde Domin explica la vitalidad de la palabra poética: “la mantiene en vida, la mantiene virulentamente viva [...] la ‘reserva de lo no dicho’ que siempre está en cada poema ---pero siempre de manera diferente— que siempre se oye [...y que] aumenta su alcance mientras el lírico apunte más a la exactitud inespecífíca” (159). Arucas es así, una ciudad atada a una palabra que es poética porque guarda la reserva de algo silenciado en la exactitud inespecífica de su nombre. Por eso el embozado forzoso escribe “Arucas, mon amour”, porque si quisiera sacar a relucir el lado oscuro de las cosas hubiese escogido otro título y porque sabe que esa reserva no se agotará aunque mil años viva.

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