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Juan Cruz Ruiz

Testigo de calle

Juan Cruz Ruiz

Mafalda de todos nosotros

Murió Quino, Mafalda es inmortal, como el recuerdo de su autor. En casa hay ahora un muchacho de nueve años, que también conoce a Mafalda como si fuera una hermana o su prima más querida. La madre, que tiene varias veces sus años, tiene todavía posters en su cuarto y en su memoria; y el abuelo, que es quien esto escribe ahora, vivió pendiente de las entregas y de las ocurrencias de la más famosa de las niñas hispanoamericanas del siglo XX. Como ha pasado, sin exagerar, con el Quijote, con Pinocho o con Alicia en el País de las Maravillas, Mafalda prendió en la historia de la escritura y del dibujo por una razón que no tiene rival: sus armas fueron el sentido común, una manera imbatible de hacer preguntas, y la forma de decir lo que pensaba como si estuviera practicando la manera más antigua de indagar: pareciendo inocente para hurgar, con inteligencia y malicia disimulada o mezclada con la ternura, en la verdad de los hechos o de las cosas de la vida. 

Igual que esos personajes que la acompañan en una historia en la que es inmortal, Mafalda se hizo acompañar de escuderos, Susanita, Manolo, los padres pacientes o estólidos, tantos otros, que no sólo la querían o la necesitaban, sino que le prestaban la parte de sentido común que ella exigía para seguir haciéndose preguntas que desarmaran los lugares comunes que suelen ser materia de la conversación de los mayores. Por eso, porque fue capaz de crear ese personaje universal que además de niña era nuestra niña, Quino alcanzó también una fama mundial. Esta clase de personajes que son los autores de un fenómeno dibujado como Mafalda son luego tenidos como parte de sus dibujos, y no sólo como sus autores. Así que, cuando ya Mafalda caminaba sola e imparable en la imaginación de las generaciones sucesivas de niños que serían igualmente adultos agarrados a la mano del recuerdo de esa niña, Joaquín Lavado, Quino, su autor, decidió dejarla sola y se propuso sobrevivirla haciendo otros dibujos, otras historias. Le fue imposible detener el crecimiento de Mafalda, porque igual que las historias de Quevedo o de Cervantes o que los versos de Lorca o los cuentos de García Márquez, la gente se apropió del carácter y ya Mafalda pasó a ser parte del sentido común que necesitamos para que la vida sea también un dique contra la facilidad de los tristes tópicos. 

La gente se apropió del carácter y ya Mafalda pasó a ser parte del sentido común que necesitamos para que la vida sea también un dique contra la facilidad de los tristes tópicos

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Las armas de Mafalda eran las propias de cualquier clase media; casas medianamente dotadas, tiendas de fácil acceso para cualquier economía, familias que no aspiraban a grandes vacaciones o a dispendios que no están al alcance de las propias imaginaciones de sus hijos; sus ambiciones, las de los mayores y las de los niños, eran las que están al alcance de la imaginación que no precisa de dispendios sino de la capacidad de inventar. Esa sencillez de realidad y, por tanto, de propósitos, configuró en torno a Mafalda la alegría de compartir una amiga que no te exigía, para serlo, otra cosa que la alegría de entenderla. Así que poco a poco la generación a la que pertenezco se asoció con esa niña como le pasó y le sigue sucediendo a las generaciones sucesivas de niños que se hicieron mayores esperando a ver cada semana qué aventura compartirían con esta Mafalda de nuestras vidas. 

Su magia se hizo universal como la necesidad de alegría. Ahora que ha muerto su autor la gente ha leído la historia de Mafalda como si esa biografía fuera otra ocurrencia de Quino, pues la niña más famosa que salió de su modo de dibujar dejó de existir en 1973, cuando la mayor parte de sus seguidores de las últimas décadas no habían nacido aún. Y, sin embargo, así fue, Mafalda nació y murió cuando su autor quiso. Quino se cansó de ser el autor de un personaje y ensayó con éxito a ser autor de otras historias, aunque siguiera mirando de reojo el crecimiento imparable de la niña cuya fama acompañó con alegría e impaciencia. Quino quiso crecer por su cuenta, pero Mafalda le siguió halando de sus chaquetas holgadas para que no se olvidara de ella. Y no sólo para Quino fue la niña inolvidable. Todos tuvimos nuestra Mafalda, cuando ya éramos adultos que leíamos todavía las tiras de aquellos amigos de insuperables ocurrencias como muletas para sobrellevar vidas en las que los diálogos y los dibujos eran lenitivos contra los aburrimientos. A las casas de los que teníamos edad de tener familia empezaron a llegar mafaldas propias. A mi barrio llegó una vez una de estas mafaldas, que se llamaba María. Vivía con sus padres en la casa de al lado, tenía su pelo negro con su flequillo, la sonrisa de hoyitos del personaje de la ficción que dibujó Quino, y la gracia que primero se desarrolló en balbuceos y que a la postre era la propia de los niños de esa edad que, en el caso de Mafalda, fue la edad de toda la vida. Poco a poco creció María, pero yo quise sentirla como si fuera igual que Alicia o como Pinocho, una niña Mafalda para toda la vida. Hace algunos meses me la encontré en un avión en el que ella misma era azafata. Ya es, como su hermano Pablo, un tripulante que viaja y supera océanos a bordo de aviones con los que seguramente soñaban cuando yo mismo o sus padres los veíamos como parte de la familia creada por Quino. Hace nueve años en casa nació otra Mafalda, esta vez un niño, que a los tres años ya hablaba como el personaje del autor que acaba de morir en Buenos Aires. Y seguramente cuando no estemos sus abuelos, este muchacho sacará de las viejas estanterías la herencia que les dejamos sus abuelos o sus padres, el manoseado manual para vivir que creó Quino y que es la Mafalda de todos nosotros. Descanse en paz Quino, viva Mafalda.  

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