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Ánxel Vence

No es cierto que haya tantos torpes

No es verdad que el número de torpes sea infinito, contra lo que decía San Jerónimo de los necios en la Biblia Vulgata. Al menos en España, el INE inventarió hace ya cuatro años en 669.400, exactamente, la cifra de los cortos de entendederas. Ese modesto 1,7 por ciento de la población sería incapaz de resolver tareas sencillas tales como entender los términos de un contrato, seguir unas instrucciones escritas o leer un periódico. Lo que técnicamente se llama analfabetismo funcional, vaya.

A diferencia de un analfabeto sin adjetivos, el funcional sabe leer y escribir, pero no alcanza a comprender lo que está leyendo. Algunos son de necedad esencial y, por tanto, irreparable; pero otros podrían ser rescatados todavía por el sistema educativo, cuya mejora vienen urgiendo desde hace tiempo los pedagogos.

No es un mal porcentaje, a pesar de todo. En Italia, donde la gente goza fama de espabilada, las autoridades educativas calculan que el analfabetismo funcional afecta a un 30 por ciento de la población. Y un estudio de la Universidad de Stanford sugiere que una parte no desdeñable de los universitarios de Estados Unidos es inhábil para distinguir entre una noticia y un anuncio, por más que dominen a la perfección el uso de las herramientas y redes digitales. Peor aún que eso, tienden a tragarse sin el menor asomo de pensamiento crítico los miles de bulos que circulan por internet.

Dicen los de Stanford que el negocio de las redes sociales no ha ayudado gran cosa, sino todo lo contrario, a paliar esas carencias. Están diseñadas para que nadie lea más allá de diez líneas y a lo sumo entienda el sentido de tres o cuatro. Inquietante dato, si se tiene en cuenta que esas cañerías de la Red son a menudo la única fuente de información -llamémosla así- de muchos ciudadanos.

Bien puede dar fe de ello este módico cronista que les escribe y que tiende a incurrir con frecuencia en la temeridad de usar la ironía o, peor aún, el sarcasmo. Y que incluso ensaya el humor en un ambiente tan malhumorado como el actual.

Cuando uno escribe, como hice días atrás, que “va a morir gente que no había muerto nunca, pero en mucha mayor cantidad”, el lector cabal advertirá enseguida que el autor está de coña. Habrá, sin embargo, quien perciba literalmente la frase para deducir que el tonto es quien la escribe y no el que la lee tal cual.

Por razones que a este cronista se le escapan, esa frase recortada del artículo acabó multiplicándose como un virus por WhatsApp, Facebook y otros negocios sociales de Mark Zuckerberg. La mera lectura de la crónica hubiera sacado de dudas a aquellos que padezcan dificultades para entender lo que leen; pero los artículos -admitámoslo- son demasiado largos para un simple en esta era de instantaneidad digital.

Hernán Casciari escribió hace bastantes años que una de las muchas ventajas de internet es la de haber logrado que “los tontos se queden en casa conversando entre ellos” por medio del ordenador. Ahora han vuelto a la calle gracias al smartphone; pero tampoco hay por qué zaherir a una figura entrañable como la del tonto del pueblo.

El problema, si alguno hay, no está tan solo en las redes sociales, que van a lo suyo; sino en la deficiente comprensión lectora de algunos de quienes las frecuentan. Hay que explicarles las bromas; y así, estas pierden toda su hipotética gracia. De ahí que convenga ir con tino en el manejo de ciertas figuras retóricas como la ironía, que luego acabas en las coplas de WhatsApp. Y qué va a hacer uno solo contra 669.400.

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