El embozado forzoso tiene conocimiento de primera mano de lo que es un peniqué y de lo que es un alpende. Ha oído y pronunciado la palabra “peniqué” cientos de veces y también cientos de veces ha oído y pronunciado la palabra “alpende”. Y no sólo ha oído y pronunciado esas palabras, sino que además ha tenido en sus manos muchos peniqués, desde su más tierna infancia hasta ayer, y ha estado en muchos alpendes, también desde su más tierna infancia hasta ayer. El embozado forzoso ha contemplado en múltiples ocasiones y con afectuoso interés a ese pequeño reptil de ojos saltones, que no molesta a nadie, que hace un ruidito peculiar mientras la piel bajo su mandíbula inferior vibra al ritmo de no sabe bien qué tonalidad, que come insectos y que se contonea con gracia al deslizarse aferrado a las paredes. Tiene también el embozado forzoso muy gran estima por los alpendes en los que en el calor de las vacas se funden los olores del beletén y el becerro, la leche recién ordeñada, la hierba triturada y el plácido aroma del estiércol fresco.

De esas humildes querencias surge una magia especial cuando por casualidad el embozado forzoso ve confluir ambas realidades y descubre un peniqué en un alpende, entonces esa fortuita ocurrencia, banal a primera vista, da nueva vida no sólo a amables estampas costumbristas de una infancia que cada día se aleja más y más en el tiempo, sino también a complejas meditaciones sobre qué modelos de sociedad deben seducir y hacerse deseables para el futuro. El peniqué en el alpende no sólo es una inofensiva imagen para la nostalgia en la biografía del embozado forzoso, también es una incisiva interrogación sobre los fundamentos de un capitalismo que, en sus manifestaciones dominantes, resulta hostil para el bien común; no sólo es el peniqué en el alpende el lugar figurado de una feliz infancia rural sino también el ejemplo de un metabolismo socioeconómico lento y equilibrado, muy distinto del urbano, hiperactivo y alocado, que se empeña en producir y consumir siempre de manera creciente, aunque todo el mundo sepa que la Tierra es redonda y un lugar limitado. El peniqué en el alpende pone sobre la palestra el pensamiento de Plutarco y de los cínicos, las advertencias del libro cuarto de Principios de Economía Política de Stuart Mill, las prospectivas del Informe Meadows y los avisos del Panel Intergubernamental del Cambio Climático y, desde la pared junto a las vacas que rumian, indica con sus ojos saltones que el modelo de desarrollo imperante es no sólo absurdo sino también el camino cierto hacia el colapso final de un sistema que se revela enfermo en su misma raíz.

En esas cosas se distrae el embozado forzoso mientras está sentado intentando escribir un escrito antivírico. Cuando nada se le ocurre su mente divaga de esa manera. Quiere que se le ocurra algo interesante que centre su atención, pero nada curioso viene a su mente, sólo divaga y divaga sin parar hasta que un sonido lo reclama. Es un murmullo que se oye cercano pero que el embozado forzoso es incapaz de ubicar con exactitud. Viene de la biblioteca, de eso está seguro, así que primero mira en los estantes, luego rebusca entre los libros, levanta folios y desordena algunas carpetas hasta que se percata de que aquella tenue vibración proviene del otro lado de la estantería, del estrecho espacio que media entre el mueble y la pared. Con una linterna alumbra en ese oscuro hueco hasta que divisa un peniqué, con sus ojos abiertos, inmóvil en la pared, con la piel palpitando bajo su mandíbula y expectante.

No quiere amedrentarlo. Ha constatado que de él provenía aquel peculiar ruidillo y lo deja tranquilo. El embozado forzoso vuelve a su silla con gran satisfacción. Sabe que el peniqué en el alpende se desplaza ahora por los libros de su biblioteca con la familiaridad de siempre.