Si algo ha caracterizado a lo que convencionalmente entendemos como arte moderno, es su permanente estado de crisis, entendida como la situación propia del cambio profundo de las cosas, que se mantuvo patente, contribuyendo a lo largo de las décadas a su progresiva evolución. Es posible que, una vez instalado en la conciencia cultural como un referente positivo, pueda resultar extraño reflexionar hoy en día sobre una cuestión así. Sin embargo, a mi juicio no lo es porque, una vez más, se halla en una encrucijada sumamente interesante.

Es evidente que entre el conjunto de atributos favorables que le son propios, a lo largo de los tiempos se ha tenido muy en cuenta en su seno la «originalidad como valor». Hace ya años (1985) que Rosalind E. Kraus publicó una sucesión de ensayos sobre tan interesante asunto; pero hoy en día aquel concepto progresivo que remitía a sí mismo y a su propio desarrollo, se ha ido decantando hasta alcanzar otro estado: el de la investigación. Este cambio es sustancial, porque no se trata de continuar acumulando obras o criterios según al modelo historicista, para asimilar lo nuevo en función del contexto en el que se produce, ni siquiera a su consideración como sustitutivo de lo que le ha precedido, porque no hay ningún museo que posea recursos suficientes para atesorar en sus fondos un patrimonio tan cambiante (aunque sí que pueda hacerlo en sus exposiciones temporales), sino porque lo que ahora se nos plantea es de enorme dificultad: explorar las intenciones estéticas y los resultados de cada uno de los autores, aislados aunque inmersos en esa categoría universal en la que tiene lugar la creación humana y que fue entendida como tal desde la segunda mitad del siglo XV. Eso sí, sublimada en la Teoría de la Vanguardia, como lo fue en el Renacimiento la imitación de la naturaleza, y en el XIX la inspiración romántica.

En definitiva, una vez agotados los movimientos, las proclamas, las teorías, incluso la singularidad de los procedimientos, nos hallamos ante un extenso conjunto de significantes a los que nos vemos en la tesitura de proporcionarles, o no, un cierto significado. ¿Nos adentramos, ante una necesaria ausencia de metodología? ¿Incluso, frente a una retracción en la emisión de juicios interpretativos que puedan ser entendidos como atribución de valores? A mi modo de ver, durante la práctica totalidad del siglo XX la crítica de arte fue elaborando un corpus bibliográfico importante en torno a las reacciones psicológicas de la percepción -ante el desarrollo de lo subjetivo y el abandono de la realidad. Una vez introducidos en el siglo XXI, podemos razonar, sin riesgo, que esta literatura se ha dejado en el camino su funcionalidad social. Un hecho que tal vez no sea reversible y que no puede ser atribuido a que la sociedad haya alcanzado unos niveles de conocimiento suficientes, sino más bien a que, a diferencia de lo ocurrido en la intervención crítica de otras artes (la música, la arquitectura, la narrativa, el cine o el teatro) en los juicios analíticos sobre el arte contemporáneo sus autores no han sido capaces de apuntar razonando las monotonías, las mímesis y las naderías con las que, asimismo, también nos han abrumado, probablemente por esa sacralizada relación artificial entre la labor estética y sus resultados.

No podemos descartar que la posmodernidad de la década de los 80 no solo liquidara definitivamente la secuencia progresiva de la evolución estética, sino también la novedad como valor, y muy especialmente cualquier método al que acogerse para justificar un juicio. Un terreno envidiable para que prospere en él la trivialidad y la cosificación definitiva del objeto artístico, acrecentando su valor de cambio.

Hace muy pocos años (2016), en un libro que en vez de tratar de arte solo describía las tramas del mercado, Simon de Pury -que fue presidente de Sotheby’s Europa durante algún tiempo- hacía una extensa apología de la transformación experimentada por el objeto artístico. Pero llegaba más allá, anunciando al mercado como objetivo, después de atribuirse la capacidad de ser un «orientador del gusto» promoviendo a jóvenes pintores: «El dinero trae reconocimiento, ¿y qué artista no quiere ser reconocido? Así se calcula cuánto gusta uno. Y es lo que hay». Una conclusión que parecía formar parte de la resolución final de aquel libro genial que publicara Guy Debord en 1967, en el que se extendía sobre «el humanismo de la mercancía», convertido ahora, en «la mercancía del humanismo».

 Así las cosas, la crisis del arte moderno se ha desviado del universo estético, pero asimismo -y esto es más grave- del propio de los significados. Ya no hay afirmaciones acerca de la buscada libertad, ni postulados que rebatan el historicismo precedente para fundamentar una renovada teoría. Y aunque el arte ya hace décadas que se dio cuenta de su incapacidad para cambiar el mundo -una vez incorporadas al mercado sus obras más radicales-, se retoman de nuevo elementos justificativos recurrentes, que a todas luces se nos antojan efímeros: si antiguamente se planteaban frente al universo de la representación y, más tarde, ante las dictaduras, ahora amanecen en pro de la ecología, la mujer, la violencia, la emigración o el género. Pero no es difícil atisbar que entretanto poseen un cierto carácter testimonial, tienen un corto recorrido aventajado por las redes sociales: nuevos sistemas de comunicación de una eficacia mayor, sustitutos actuales -con ventaja- de los fotomontajes centenarios de Alexander Rodchenko y de toda la larga historia del Agit-prop.  

Si estamos a disposición de «la orientación del gusto» y del mercado, o nos damos cuenta de que nos hallamos ante una nueva crisis o ‘apaga y vámonos’.

MANUEL MUÑOZ es PRESIDENTE DE LA REAL ACADEMIA DE BELLAS ARTES DE SAN FERNANDO