Hubo un tiempo en el que en los medios de comunicación se afirmaba taxativamente, jornada tras jornada, que la liga de fútbol española era la mejor liga del mundo. Y sin duda es posible que en algunos años esto fuera así, pero dejó de serlo hace tiempo, más o menos desde que la selección española ganó su última Eurocopa, aunque, obviamente, el nivel de la selección y de los clubes son cosas distintas. Ahora ya nadie osa afirmar que nuestra liga es la mejor del mundo, mucho menos después del papelón que la aristocracia futbolera española hiciera en la pasada campaña europea, pero se siguió repitiendo durante años y los aficionados, a qué negarlo, nos lo creíamos, a pesar de las señales evidentes de que el nivel de nuestra liga iba deteriorándose cada temporada un poco más. Y es que, como decía Goebbels (me perdonarán el lugar común), una mentira repetida mil veces acaba convirtiéndose en verdad, sobre todo, añadiría yo, si el destinatario de la misma está deseando creerla.

Viene esta reflexión a cuento del sistema sanitario español al que, me temo, le ocurre como a la liga de fútbol. No sé cuántas veces ni desde hace cuánto tiempo, décadas, he oído decir que nuestra sanidad pública es la mejor del mundo. Y sin duda en algún momento fue, si no la mejor, una de las mejores. Podemos incluso conceder que todavía hoy ocupe un puesto destacado en la escala global, pero lo que ya no se puede seguir sosteniendo es que España disponga de un sistema de salud pública de calidad. Y es que más allá de las tristemente célebres listas de espera, que en España en general son vergonzosas pero en Canarias son un ultraperiférico escándalo, la crisis de la pandemia del Covid-19 ha servido para ilustrarnos del verdadero estado en el que se halla nuestro siempre laureado sistema sanitario, la joya de la corona.

Según el estudio de seroprevalencia elaborado por el Ministerio de Sanidad, el Instituto de Salud Carlos III y el Instituto Nacional de Estadística, a principios de verano el virus había infectado solo al 5,2 por ciento de la población, lo que bastó para que oficialmente, contando solo los diagnosticados, murieran más de 28.000 personas y que el sistema sanitario colapsara. Está claro que no estábamos preparados. Se dirá que la pandemia fue algo sobrevenido y que nadie estaba preparado, que nadie podía estarlo. Sin embargo, la situación en otros países de Europa, siendo también muy grave, no ha sido tan calamitosa y eso que las restricciones no fueron tan rigurosas como en España. Para colmo, vista la evolución de la pandemia a la vuelta de las vacaciones, con más de 31.000 fallecimientos, resulta evidente que no hemos hecho los deberes: la joya de la corona sigue oxidada y para volver a abrillantarla hacen falta más recursos materiales y sobre todo humanos. Y hacen falta ya.