En la primavera de 1945, cuando el destino de la Alemania nazi ya estaba cerrado, el doctor Goebbels estampa una curiosa observación después de una larguísima conversación con Hitler: “Sí, tienes razón. Todo lo que dices es correcto. Pero, ¿dónde están los hechos?”. Creo que cualquiera podría hoy realizar la misma observación después de hablar, pongamos por caso, con Pedro Sánchez, como con Donald Trump, incluso con Pablo Iglesias. Tío, tienes toda la razón. Tu relato de lo que ocurre es intachable, apasionante, inspirado e inspirador pero, ¿dónde están los hechos? Para Goebbels los hechos eran nuevas y fabulosas tropas, imaginarias armas de destrucción masiva, disidencias críticas entre los Aliados: los instrumentos en los que basar la impecable corrección argumental de Hitler que apuntaba a la inapelable victoria alemana. Hoy los hechos inencontrables ya los son todos, lo que es otra forma de decir que no son ninguno.

Jorge San Miguel suele decir irónicamente que la legión de politólogos que ha inundado el país, por no hablar de la oposición parlamentaria, carecen de un conocimiento básico que comparten Pedro Sánchez e Iván Redondo. “Sánchez y Redondo”, sentencia, “saben lo que es este país”. Por eso, porque lo conocen bien, se han inventado un trumpismo de izquierdas gracias al cual gobiernan y gobernarán varios años y en el que la posverdad –y los hechos alternativos– juegan un papel central. Ya se sabe que la posverdad no es la mentira de toda la vida: es la jibarización de tu verdad como una pequeña cabecita –la tuya– que puedes llevar cómodamente en el bolsillo y enseñar cuando sea necesario al adversario. La verdad, simplemente, ha dejado de existir. Si alguien critica al licenciado Fernando Simón y sus miserables mentiras y mezquinos fingimientos, su trivialidad y su caradura, inmediatamente es un agente ultraderechista que quiere emplear la pandemia para deslegitimar a un Gobierno legítimamente constituido. Los hechos que demuestran que esta hecatombe ha sido pésimamente gestionada desde un punto de vista sanitario y económico –incluidos escándalos contractuales, contradicciones grotescas, desorganización caótica, propaganda indecente, mentiras canallescas, irresponsabilidad supina- son del todo irrelevantes. Como Mauirizio Ferraris explica en el caso de Trump, las verdades oficiales y oficiosas “son solo la primera línea de un concierto de miles de tuits y de post, cada uno de ellos convencidos de tener razón o por lo menos de manifestar, a través de su propia indignación, algo sacrosanto en donde, no obstante, son anunciados viejos fantasmas filosóficos: el alma bella, la ley del corazón, el pueblo que no será vencido, la denuncia del Mal, el delirio de la presunción”.

Puede intuirse que los dirigentes políticos (incluidos los ya mayorcitos) están embadurnados de la filosofía de la posverdad, pero son incapaces de columbrar sus efectos, primero, en la dinámica de la opinión pública, y en segundo lugar, en la misma cohesión social y en el orden democrático que garantiza los derechos y libertades. Es asombroso, por ejemplo, escuchar a Román Rodríguez que el próximo año el Gobierno autónomo se encontrará en una situación financiera mejor que la de este año y que los servicios sociales y asistenciales están plenamente garantizados. Si Rodríguez (y sus compañeros) creen que podrán escapar de esta burda farsa cuando el próximo año su posverdad quede brutalmente al descubierto con un par de notas de prensa y un discursete, están muy equivocados. Están contribuyendo a cebar la ira y el miedo que estallarán cuando caiga sobre nosotros toda la verdad de nuestro empobrecimiento y nuestra ruina.