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Lucas López

Reflexión

Lucas López

El dios crucificado

Al acabar la Segunda Guerra Mundial, el soldado Jürguen Moltmann, educado en una tradición laica y descreída, propaga entre sus camaradas de la wehrmacht, prisioneros como él, en Bélgica, las fotografías de los campos de exterminio. Está desencantado y militante contra la sociedad alemana que sucumbió ante la euforia nazi. En aquel lugar y circunstancia es donde, como dirá más adelante, “yo no encontré a Cristo, fue Él quien me encontró a mí”. Alude así a la labor de un capellán del ejército americano que le regaló una copia del Nuevo Testamento. Casi veinte años después, la primera obra teológica del cristiano Moltmann se llamará Teología de la esperanza, en la estela del judío marxista Ernst Bloch. Estamos en 1962, a inicios de la década prodigiosa, cuando las sociedades enteras parecían creer que un mundo nuevo, más humano y solidario estaba a punto de nacer. Apenas diez años después, para sorpresa de muchos, Moltmann publica un libro inesperado: El Dios crucificado. Lo hace eligiendo con precisión la fecha: un viernes santo, el de 1972. Es como si recuperara para su quehacer teológico al joven soldado que divulga las fotografías de los cadáveres de Auschwitz.

En pleno confinamiento, el pasado 8 de abril, aquel soldado alemán cumplió 94 años. En muchas residencias de mayores como él, en nuestro país, durante esos meses, se vivían interrogantes que Moltmann plasma al evocar su experiencia bélica: “Mi pregunta en aquel infierno no era: ¿Por qué permite Dios que suceda esto?, sino: ¿Dónde está Dios? ¿Está Dios lejos de nosotros, ausente en su cielo, o está entre nosotros, sufriendo con nosotros? ¿Comparte Dios nuestro sufrimiento?”. Moltmann había descubierto que las categorías teológicas griegas, las que moldean la experiencia cristiana cuando deja Palestina y se extiende por el Mediterráneo, obedecen a una metafísica que hace de Dios un ser impasible, distante, inmutable, parecido al ser de Parménides. Para Moltmann, ese Dios resulta increíble: ¿cómo puede ser a la vez un Dios todopoderoso y lleno de bondad ante una humanidad sacudida por el dolor y la muerte? En nuestra alma, como sucede con la teología, se dan dos respuestas: o Dios no puede morir y permanece ajeno a lo que vivimos (teísmo) o Dios se implica en lo que vivimos y muere, es decir, deja de ser Dios (ateísmo).

Por supuesto, la pregunta por Dios ante el dolor humano no nace en la postguerra europea. Entre los muchos precedentes, nos vamos a alguien que escribe en magnífico castellano: en 1913, antes de la Gran Guerra, Miguel de Unamuno publica Del sentimiento trágico de la vida. Nos deja escrito: “Aquel Dios, lógico, obtenido vía negationis, era un Dios que, en rigor, ni amaba ni odiaba, porque no gozaba ni sufría, un Dios sin pena ni gloria, inhumano”. Moltmann cita a Unamuno y sigue esta pista para señalar que, ante la dicotomía entre ateísmo y teísmo, tenemos la respuesta cristiana: al modo en el que se muestra en el Crucificado, Dios padece. Este planteamiento da la vuelta al argumento del todopoderoso y, ahora, Dios se nos revela “porque sufre y porque sufrimos”, es decir, porque es, de acuerdo a nuestro modo de pensar, débil. Aquel que murió en la cruz no refleja un aspecto menos divino de Dios, por lo contrario: el Dios cristiano es el Dios Crucificado. Su poder tiene otro sentido: “La única omnipotencia que Dios posee y que revela en Cristo es la omnipotencia del amor doliente”, deja escrito Moltmann.

El paso de Teología de la Esperanza a El Dios crucificado, aunque sorprendiera en aquel momento, no resultó un fenómeno único. En julio de 1968, en Chimbote, Gustavo Gutiérrez pronunció una ponencia a la que tituló Hacia una teología de la liberación. Fue la puesta en marcha de toda una corriente teológica que miraba la realidad latinoamericana y proponía un camino de salida: el Dios libertador, que lidera a su pueblo hacia la Justicia y la Vida, con mayúsculas. Años después, en junio de 1992, en El Escorial, el jesuita Jon Sobrino reflexionaba sobre el hecho de que en la búsqueda de la liberación, se tropezaron con el martirio. En aquel momento, Sobrino decía: “La liberación otorga relevancia a la fe, el martirio le otorga credibilidad”. Por supuesto, Jon Sobrino tenía grabado en su alma el asesinato de sus compañeros de la UCA en San Salvador. Moltmann recordará más adelante cómo lo impresionó la fotografía del cadáver de uno de los asesinados, Juan Ramón Moreno SJ, tirado en el suelo, boca abajo y con su libro, El Dios crucificado, junto a él, bañado por su sangre. Pero ni en las teologías latinoamericanas de la liberación, ni en el más reciente Moltmann, la muerte tiene la palabra definitiva. En enero de 2016, en Ginebra, con motivo de la publicación de su nuevo libro El Dios viviente y la plenitud de la vida, Moltmann repasaba toda su labor teológica y decía: “He dedicado todos los esfuerzos teológicos de mi vida a una teología cristiana ecuménica de la venida de Dios”. Se trata, al parecer, de un Dios que ya está pero que, de alguna manera, esperamos. Probablemente, de eso va El Dios crucificado, de esperanza.

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