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Joaquín Rábago

Papel vegetal

Joaquín Rábago

Trump está embarcado en una guerra cultural

El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, está embarcado desde que llegó a la Casa Blanca en una guerra cultural al frente de un amplio sector de la ciudadanía de aquel país que teme perder un día sus privilegios, aunque sea únicamente los que se derivan de su piel blanca.

Con ese fin, el político y su Partido Republicano no rehúyen ningún método en su común empeño de desposeer de sus derechos electorales con métodos torticeros a aquellos miembros de las minorías de color –ya sean afroamericanos o latinos- que pudieran poner en peligro su reelección para cuatro años más.

En realidad, lo que allí llaman en inglés disenfranchisement no es una práctica nueva: en diversos momentos de la historia de ese país se ha recurrido a esa privación de derechos para impedir el voto universal. Se hizo, por ejemplo, en los Estados del Sur tras la guerra civil a fin de impedir el cumplimiento de la decimoquinta enmienda de la Constitución que buscaba proteger el derecho al sufragio de los esclavos liberados.

Ya en los años setenta del siglo XIX, los demócratas blancos recurrieron a grupos paramilitares como el tristemente famoso Ku Klux Klan para obstaculizar el sufragio de los republicanos de ascendencia africana, intentos que se traducirían años más tarde en leyes que perseguían el mismo fin.

Con tales leyes discriminatorias, los demócratas del Sur de Estados Unidos, que se habían enfrentado al norte justamente para defender los privilegios de los blancos, consiguieron casi eliminar en esa parte del país durante décadas al Partido Republicano.

Incluso algún tiempo después, bajo el presidente demócrata Woodrow Wilson – sí, el inspirador de la Sociedad de Naciones-, el primer político sureño en llegar a la Casa Blanca, continuó en buena medida la segregación de la población negra, incluso dentro del propio Gobierno federal.

La práctica del disenfranchisement tuvo importantes consecuencias en la composición del Congreso norteamericano al menos hasta comienzos de los años cincuenta al conseguir los demócratas dominar los comités más importantes tanto del Senado como de la Cámara de Representantes y seguir así influyendo en la legislación del Congreso.

Tal discriminación continuó durante el período de la Gran Depresión en el que se aprobaron numerosas leyes nacionales de fuerte contenido social que no beneficiaron por igual a las minorías no blancas. Y no fue hasta la Ley del Derecho al Voto de 1965 cuando se autorizó al Gobierno federal a vigilar que el cumplimiento de ese derecho, lo cual no impidió que los afroamericanos siguieran topándose con todo tipo de obstáculos para emitir su sufragio.

Con el presidente Donald Trump vuelven los intentos, esta vez por parte de los republicanos, de impedir que ejerza ese derecho constitucional un segmento importante de la población, en el que la todavía, aunque, según las proyecciones, no por mucho más tiempo, mayoría blanca ve una amenaza para la supremacía de la que ha disfrutado hasta ahora.

Y del mismo modo en que en la década de los setenta del siglo XIX, los demócratas sureños recurrieron tanto a la violencia de las milicias armadas como al fraude electoral, es ahora Trump quien acusa de intentos de manipulación y fraude en el voto por correo a los demócratas al tiempo que anima a las nuevas milicias a estar alerta para que no se produzca lo que él, presagiando una eventual derrota y sin pruebas, da ya por hecho.

Primero fue nombrar a un jefe del servicio postal de EEUU amigo y que no dudó en aplicar recortes y otras medidas como la retirada de buzones y máquinas clasificadoras de cartas y paquetes o la limitación de las horas extras de los empleado, lo cual entrañará sin duda demoras e impedirá que se conozcan a tiempo los resultados del voto por correo.

Muchos temen en efecto que, si tardan en llegar esos resultados, Trump aproveche el ínterin para proclamarse prematuramente ganador de los comicios y, si esos otros sufragios terminan dando un vuelco al resultado, se niegue aquél a aceptarlo, argumentando que hubo fraude por parte de los demócratas.

En su testimonio ante el Congreso, el que fue su abogado particular, Michael Cohen, hoy en la cárcel, vaticinó, dada su experiencia con el Presidente, que si éste pierde las elecciones de noviembre, “no habrá una transición pacífica”, algo que luego repitió en el libro que con el título de Disloyal (Desleal) dedicó a sus años de servicio y trabajo sucio para el Presidente.

En un reciente editorial en el diario The Washington Post, David Steel escribía metafóricamente que “el Reichstag está en llamas”. Como es sabido, Adolf Hitler utilizó como pretexto el incendio del Parlamento alemán, del que se acusó inmediatamente a un joven albañil desempleado, para suspender las libertades civiles, llevar a cabo una auténtica caza de comunistas en todo el país y consolidar su poder.

También el conocido historiador estadounidense y profesor de la Universidad de Yale Timothy Snyder, ha recurrido al mismo símil del incendio del Reichstag para referirse a lo que está sucediendo en su país, aunque sea esta vez a cámara lenta, según explica, desde el pasado mes de junio. Y hay quien recuerda que también Hitler llegó al poder tras ganar unas elecciones.

Con sus mentiras, dicen sus detractores, Trump está marcando continuamente la agenda política del país y distrayendo a los ciudadanos de los problemas reales, entre ellos las desastrosas consecuencias sanitarias y socioeconómicas de una pandemia cuya gravedad se ha negado sistemáticamente a reconocer, incluso tras haberse él mismo contagiado.

Uno de sus objetivos ha sido “crear una comisión cultural”, que ha bautizado con la fecha de 1776, año de la Declaración de Independencia y cuyo fin es “fomentar la educación patriótica” y “celebrar la verdad en torno a nuestro gran país”. Es decir, la verdad de los Padres Fundadores, muchos de ellos millonarios, a la vez que ilustrados y esclavistas, como se sabe.

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