La Provincia - Diario de Las Palmas

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Marrero Henríquez

Escritos antivíricos

José Manuel Marrero Henríquez

La mascarilla y el eczema

El embozado forzoso llega a casa y se quita la mascarilla. Va al baño y se mira al espejo. Hace rato que le pica la barbilla y que siente un ligero escozor diseminado en el rostro. Se observa con atención. Repara en que su eczema se ha irritado y en que destaca de manera muy llamativa en color sonrosado alrededor de su boca y de su nariz. Y, fijándose mejor, también observa que se ha extendido por algunos puntos dispersos de su rostro y también bajo las cejas.

Aunque es un verdadero fastidio, al embozado forzoso no le preocupa en demasía la exacerbación irritativa de su eczema. Tiene fe en la efectividad de su tratamiento. Se pone un poco de una de las cremas que utiliza para los episodios de rebrotes agresivos y se dispone a leer el periódico que ha comprado en el kiosko de la esquina y que lo espera sobre la mesa del salón. Pero no sale del baño inmediatamente. Como en El ángel exterminador, algo lo retiene allí dentro, pero no sabe exactamente qué.

Le lleva un rato darse cuenta de que después de inspeccionar su eczema y ponerse crema se fijó en unas arrugas de su cara y se quedó hipnotizado observándolas. El examen pormenorizado de las hendiduras en su piel lo dejan paralizado ¿Qué tienen esas arrugas que lo embelesan de tal manera? ¿Por qué han captado su atención de manera tan poderosa? No las había visto antes. ¿Serán nuevas? No puede ser. Las arrugas aparecen lentamente, poco a poco, no de ahora para después. ¿Cuánto tiempo llevarán en su rostro? Seguramente mucho, pero el caso es que es ahora cuando las ve, plenamente realizadas, profundas. Fruto de la edad, se dice, nada se puede hacer para evitarlas.

O tal vez sí. Podría entrar en quirófano y eliminarlas. Pero no. El embozado forzoso no va a entrar en ningún quirófano para estirarse la cara y suavizar el abismo de sus arrugas. No quiere transformarse en un muñeco inexpresivo y plasticoso. Prefiere aceptar con resignación que bajo sus ojos crecen unas bolsas que hace unos años no existían y que en su contorno se abren unas grietas que se han hecho profundas y anchas. Al fin y al cabo, esos accidentes son el testimonio de una vida y no ve motivo para borrarlos. Cada arruga es una hendidura de años expresados en el espacio de su cara. Estirarse el rostro sería como demoler el tiempo que construye una montaña, como derruir los siglos que se moldean en un barranco con la erosión del agua y el viento, como eliminar los milenios que se dibujan en los estratos de la pared de un acantilado, como pulir los siglos que se manifiestan en los círculos concéntricos del tronco de un árbol.

Al tensar su cara desaparecería la historia de la superficie de su piel, pero nunca la intrahistoria, que quedaría actuando debajo, implacable, avejentando día a día sus músculos, sus esfínteres, sus glándulas, sus vísceras. ¿Y para qué, además, serviría esa cirugía? ¿Para estar más hermoso? El embozado a medias no conoce a nadie que haya salido del quirófano mejorado estéticamente, y mucho menos que haya pulido su carácter o afinado su personalidad. Y si ninguna de las reconocidas figuras del cine hollywoodenses, que se ahogan en dinero y tienen los mejores profesionales a su disposición, ha mejorado su aspecto, ¿cómo va a mejorar alguien como él?, uno más en el común de los mortales.

Incluso en el caso utópico de que un rostro quedara rejuvenecido sin perder expresividad, sin parecer un joker de pómulos hinchados o una muñeca de frente tensa y brillante, sin labios gruesos que esbozan sonrisas falsas, sin dentaduras perfectas que no encajan en el cuadro general de un cuerpo senil, de movimientos torpes y confusos, incluso en el caso inverosímil de que un rostro resultara tan perfecto como el de un efebo adolescente, incluso en ese hipotético caso la edad seguiría su camino por dentro y haría parecer lo de afuera tan falso como moneda de pacotilla. Y al final, ¿valdrá la pena haber borrado los signos de la digna batalla de la vida cuyo desenlace será siempre la derrota? ¿No será patético el postrer estertor exhalado desde un cuerpo falso y cosmético?

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