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Martín Caicoya

El mercado codicioso

La codicia no figura entre los pecados capitales. La sustituye la avaricia, pero es otra cosa. La avaricia es un deseo desordenado de acumular riqueza. Lo de desordenado creo que quiere decir hacerlo por cualquier medio, fuera del orden establecido. La Iglesia no podía condenar el afán de riquezas cuando el lujo forma parte de su manera de influir. Lujo y ostentación como manifestación del poder divino que ella administra. Para el avaro su dios es el dinero, lo adora como los judíos huidos de Egipto se postraban ante los dioses falsos que Moisés destruyó al bajar del monte con las tablas de la ley. El codicioso también quiere acumular dinero, pero no lo venera, lo usa para su disfrute o la obtención de poder. Lo censuró Moisés: la codicia de los bienes ajenos.

Con ese título, precedido de desordenado, escribió Carlos García una novela picaresca en el XVI donde trata el mundo de los ladrones. Así se entiende la codicia y probablemente sea una de las tendencias humanas que la crisis del Covid-19 ha destapado. Codicia, soberbia y también envidia.

La primera señal clara la mostró el CDC de Atlanta cuando no quiso utilizar la prueba fabricada por los alemanes que servía para saber si una persona había estado expuesta. Diseñaron, chapuceramente, la suya y obligaron a utilizarla. Tardaron semanas en reconocer que era defectuosa: su soberbia lo impedía. Y aunque no les movía la codicia, pues no es una institución con ánimo de lucro, sí lo hacía la envidia. En lo más íntimo deseaban que la otra prueba fuera peor. Lo mismo que casi todos los fabricantes de los bienes necesarios para afrontar la crisis.

Pero es la codicia la que impera. Comprar en ese mercado desregulado y tramposo es un camino tortuoso lleno de estafas. Todo el mundo necesita lo mismo y lo necesita urgentemente. Y pocos han tenido la capacidad de reconducir su cadena de producción o crear una nueva. Ejemplarmente lo han hecho los chinos. Cuando erigieron en pocos días un hospital nos estaban enseñando su poder, que ya conocíamos: muchas ciudades surgían casi de la noche a la mañana. Fabricar guantes, mascarillas, respiradores o test diagnósticos para ellos parece fácil. En España pocos pueden competir en precio y cantidad. Así que los compradores sanitarios tienen que ir a ese mercado lejano y desconocido para ellos. Dependen de intermediarios, a veces más depravados que los propios fabricantes. Estos, urgidos por la demanda y la codicia, fabrican productos que no cumplen las normas que ellos mismos y el comercio internacional imponen. Los llenan de certificados falsos. Y obligan al comprador a analizar cada partida, a gastar un tiempo y dinero preciosos en comprobaciones que muchas veces concluyen en devoluciones. Mientras en el frente se reclaman los medios para hacer el trabajo, se sufre la angustia de su ausencia y se arroja a la gente desprotegida o mal protegida a cumplir con su deber.

Los fabricantes en los que se unen la chapucería, la precipitación, el engaño y la codicia son solo una parte de este caos en el que navega sin compás el comprador. Felizmente no todos son así. Muchos, con un esfuerzo y una honradez dignos de alabanza, proporcionaron medios adecuados que permitieron afrontar la crisis con las dificultades que conocemos. Hay otros actores quizá más peligrosos. Son los especuladores. Repugna saber que hay gente que se enriquece almacenando materias de primera necesidad. Esas gentes, cuya codicia no tiene límite, fueron quizá los que vieron una oportunidad en acumular mascarillas y guantes para estrangular el mercado y subir los precios. Hay fondos de inversión radicados la mayoría en la calvinista Holanda dedicados a este menester. Quién sabe si el plan de pensiones, o el plazo fijo o cualquiera de esos productos que tratan de asegurar un rendimiento al dinero que uno ahorra para su vejez, está invirtiendo en esos jugosos fondos. Y favoreciendo al ignorante consumidor que recibe feliz sus réditos.

Me han dicho que cuando más escasean los guantes, o las mascarillas, más buitres aparecen en la cadena de transporte de las mercancías ofreciendo en el punto más débil un pago mayor para quedarse con la preciada carga. En ese momento, el comprador tiene que comenzar el proceso de nuevo, bucear en ese mundo de intermediarios, fabricantes, transportistas, certificadores... y encontrar la partida adecuada y la forma de hacerla llegar. Mientras, los centros de producción sufren desabastecimiento.

El individuo, dice Adam Smith, persigue su propio interés y al hacerlo fomenta el de la sociedad mucho más eficazmente que si deliberadamente lo intentase. Es la mano invisible que hace que el libre mercado funcione. Pero sabemos que, si no hay normas que impidan el engaño y el aprovechamiento, el mercado dañará a muchos. Y el neoliberalismo retiró tantas como pudo. No olvidemos que tan naturales al ser humano son la bondad, la honradez o el altruismo como la pillería, la trampa y el engaño. Es lo que sufre el mercado sanitario hoy. Solo la civilización puede ensalzar los primeros y moderar los segundos.

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