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Observatorio

¿Rousseau tenía razón?

Dos profesores de la Universidad de Oxford, Osborne y Frey, publicaron en 2013 el artículo más citado de su disciplina. Generó una fuerte alarma al estimar que la evolución tecnológica ponía en riesgo más de la mitad de los puestos de trabajo existentes en el mundo, sin garantía de su sustitución. Más recientemente, el propio Frey edulcoró un tanto el asunto en otro texto, La trampa tecnológica, donde venía a decir que la situación solo parece dramática para las dos próximas generaciones.

La nueva teoría de Frey hace causa común con una corriente que empieza a ser numerosa según la cual nos encontramos, salvando las distancias de época o desarrollo social y económico, en una situación similar a la del precapitalismo del siglo XVIII. Como entonces, las dosis de incertidumbre, cambio de valores, crisis institucionales y falta de liderazgos de referencia suponen un sentimiento creciente de inseguridad a nivel individual y colectivo.

Lo que Frey apunta es que, de la misma manera que la revolución industrial generó un desarrollo económico sin precedentes, pero con un traslado muy tardío de los beneficios a los salarios y los derechos sociales (lo que fue germen de las ideologías totalitarias y originó los grandes movimientos revolucionarios) ahora puede ocurrir algo parecido. Es decir, que se acabará produciendo un ajuste y un nuevo equilibrio del crecimiento y el empleo, aunque es previsible que llevé un tiempo considerable.

La realidad parece corroborar esta predicción. En el contexto presente, la permanencia del concepto de trabajo, tal como lo venimos conociendo, se tambalea. La situación de muchos trabajadores actuales empieza a trazar peligrosos paralelismos con la de los primeros trabajadores industriales: proliferan los trabajos atípicos (riders, falsos autónomos, etc.), los trabajos en grandes plataformas comerciales o digitales, y los trabajos de carácter temporal o por horas. ¿Quién puede sostener hoy en día que su situación es firme y sin riesgos? Nada que ver con el estatus de los trabajadores del siglo XX, integrados estos últimos en empresas sólidas, con contrato y sueldo fijos y con derechos sociales bien consolidados.

Tres economistas (Menger, Walras, Jevons), cada uno por su lado, explicaron que los trabajadores podrían vivir mejor si se mejoraba la productividad, dejando en evidencia las lúgubres profecías marxistas, que ni entonces ni después se cumplieron. Así fue, y el crecimiento económico y la consolidación del Estado Social y de Derecho, iniciativa este último de Bismarck que fue seguida por las demás naciones, acallaron las voces más críticas con la nueva sociedad. Entre las voces críticas iniciales destaca de forma especial la de Rousseau, el cual no hablaba de cuestiones económicas ni mucho menos propugnaba un igualitarismo ramplón, sino que cuestionaba la alienación laboral, la riqueza excesiva y los rangos sociales como medida de éxito, en detrimento de la ciencia, la cultura y la educación. Estimaba que la nueva sociedad ponía en riesgo la naturalidad de la vida, el desarrollo de la laboriosidad estructurada en períodos de ocupación y descanso y la obligación de las instituciones de atender a los menesterosos, sin dejarlos a su suerte. En su opinión, la sociedad que se estaba gestando dejaba de lado los preceptos éticos o morales y se basaba en la obtención de riqueza material o poder político a cualquier precio.

Desde luego, las conquistas sociales y las comodidades materiales para la población han evolucionado mucho desde que Rousseau formulara estas ideas, con lo cual esta parte no parece haberse cumplido. Sin embargo, siguen, como él sostenía, sin impulsarse debidamente el apoyo a la ciencia y la educación, mientras que la globalización creciente hace que los problemas se hagan inevitablemente colectivos. Además, la incertidumbre sobre las condiciones laborales, especialmente sobre la seguridad de los trabajos, vuelve a extenderse como no ocurría desde hace décadas.

España es especialmente sensible a este escenario, ya que es -y con mucho- el país de Europa Occidental que presenta un mayor grado de temporalidad laboral a corto plazo. Por ello, sería deseable que, entre galgos y podencos, cargos y rangos de importancia, hubiera algo menos de retórica y algo más de pragmatismo, menos palabras grandilocuentes y más medidas de gobierno efectivas sobre aspectos vulgares de interés para los ciudadanos, tales como el fomento de la investigación y de la educación y, en general, el apoyo a iniciativas que permitan el crecimiento económico y la generación de empleo. Eso, o darle la razón a Rousseau.

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