Mientras el país rebasa el millón de muertos por coronavirus, las víctimas diarias se cuentan por centenares, los hospitales vuelven a acercarse al colapso, y el caos del que se libra Canarias reina en las autonomías, el Gobierno central sigue cruzado de brazos y sus señorías los diputados nacionales pierden el tiempo con una moción de censura que únicamente sirvió para la propaganda partidista. El virus, aunque contenido en las Islas por el esfuerzo emprendido por parte de los ciudadanos y de las autoridades a finales de agosto, cabalga libre por la Península y los españoles lo combaten huérfanos entre agobiantes dificultades porque sus dirigentes renunciaron a anticiparse y plantear soluciones. El lenguaje lo aguanta todo, pero las palabras rimbombantes por sí solas no resuelven nada. Los políticos enredan y cavan un agujero cada vez más profundo, del que va a ser dificilísimo salir, por su desconexión con la realidad.

Cuatro elecciones generales y tres mociones de censura en cinco años y las mismas deficiencias estructurales educativas, presupuestarias, administrativas y laborales de siempre. Este es el retrato del flagrante fracaso de la política actual. Además del virus y la hecatombe económica que ya asoma, la estéril forma de ejercer la actividad pública constituye ya un problema gravísimo, a la altura de los otros dos, para poder enderezar el rumbo y mantener la esperanza. Necesitamos insistir otra vez en ello porque solo la sociedad, con su firme reivindicación, detendrá esta deriva peligrosísima que únicamente traerá lágrimas y dolor. No podemos resignarnos, admitir con indiferencia lo que hay, ni asistir como convidados de piedra a un retroceso sin fin porque nunca, ni en una guerra, atravesamos un momento tan delicado y de tanta debilidad institucional.

Como el hombre atrapado en arenas movedizas que bracea para salvarse y con ese gesto acelera el hundimiento, los políticos porfían en la tosca estrategia de mantener prietas las filas de sus facciones apelando a las emociones, nunca a propuestas sensatas o a la gestión eficiente. “Emocracia” lo definen los expertos. Importa cohesionar a la cohorte propia antes que satisfacer el bien común. Los partidos irritan, excitan, indignan y dividen a la masa porque de lo contrario, sin talento, capacidad, ni mérito, su castillo de naipes sucumbiría de un soplido. Y así van, enterrándose poco a poco en la ciénaga.

Para tomar conciencia del deterioro basta recordar lo visto esta semana, el Gobierno central colocándose de nuevo de perfil ante los contagios y el Congreso convertido en tribuna de autopromoción para engorde de egos, narcisismos, cultos a la personalidad y satanización del adversario. La censura resulta legítima y el actual Ejecutivo merece los reproches que escuchó –incluso amplificados– por su pésima gestión sanitaria. Pero los procedimientos resultan esenciales en un Estado de derecho, y tumbar a un presidente demanda otras cosas, entre ellas posibilidades reales de lograrlo y un programa alternativo que nunca existió.

Esta nación, donde ceder equivale a traicionar y consensuar a perder, precisa reflexionar sobre su imperecedero ánimo querulante. Escuchar al rival, pensar y valorar los distintos argumentos no garantiza un pacto. Eludirlo sí asegura la gresca perpetua.

En un instante crítico que vuelve a requerir criterios uniformes y liderazgo nacional, Sánchez opta por esconderse. Un cínico ejercicio de dontancredismo fue su comparecencia ante la prensa para lavarse las manos en el combate, trasladando la responsabilidad al comportamiento individual y a las autonomías. El desamparo invade a los españoles, que no saben a qué atenerse. El descontrol reina en las regiones, cada una al albur de medidas descoordinadas y contradictorias. Confiemos en que Canarias siga con paso firme por la senda emprendida y que el regreso de los turistas no desboque los contagios. El Gobierno central, en este sentido, debe ayudar más a ejercer un control que permita sentar las bases de una cierta recuperación económica en las Islas durante 2021. 

La crítica escalada del covid en España obligó de la noche a la mañana a drásticas restricciones, con el cierre de regiones y ciudades. Nadie aclara la razón por la que todo se torció desde el verano. .    

Esta nación, donde ceder equivale a traicionar y consensuar a perder, precisa reflexionar sobre su imperecedero ánimo querulante. Escuchar al rival, pensar y valorar los distintos argumentos no garantiza un pacto. Eludirlo sí asegura la gresca perpetua. No podemos tolerar este progresivo deslizamiento hacia un pueblo atomizado, roto, desconfiado, pesimista, en el que, por espurios intereses, derecha e izquierda siembran odio mientras nadie gobierna de verdad. La democracia exige un mínimo nivel de confianza. No funciona en la rabia y el resentimiento, en el ventajismo y la falsedad, relegando la razón en favor de alimentar el fervor de la mesnada.

El primer mandamiento de un dirigente, cuando desea sinceramente la prosperidad de sus compatriotas, debería ser entenderse con los adversarios. Porque llegados a este punto no existen maneras conservadoras o progresistas de combatir la plaga o de frenar la pobreza, urge en España un arreglo que serene el panorama con respeto, generosas renuncias, rigor, acierto en el manejo de los fondos de la UE y ejemplaridad. Sobre todo, mucha ejemplaridad.