La Provincia - Diario de Las Palmas

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Mientras corre, el embozado forzoso deja de ser embozado forzoso para transformarse en un tipo que hace deporte y al que le gusta sentir que su cuerpo se libera de la mascarilla, se activa y comienza a sudar, y que sus piernas se mueven y responden prestas a su voluntad. Le encanta cuando tras los cinco o seis kilómetros iniciales alcanza su velocidad de crucero y lo invade un estado de especial bienestar. Cuando no es embozado forzoso sino deportista aficionado, es más feliz.

Así que se pone las zapatillas y le envía un wasap a Víctor Valdivielso a ver si él también se anima. Es sábado, y los sábados, como se levanta un poco más tarde que de costumbre, suele hacer ruta urbana. Víctor es la compañía perfecta para ese tipo de recorridos. Se conoce la ciudad muy bien y lo lleva por barriadas que no suele transitar. Con Víctor ha descubierto que es posible durante ratos prolongados ir por senderos de tierra y en ellos atravesar el municipio desde la parte baja de Las Canteras hasta la alta de Escaleritas o de Siete Palmas o La Ballena.

El embozado forzoso prefiere sin duda pisar tierra que asfalto. La tierra acolcha su trote y, cuando la tarosá ha sido intensa, huele especialmente bien. Si llueve de manera ligera también prefiere correr sobre tierra porque con las gotas cayéndole por la cara se siente como un animal recién liberado en la naturaleza. Guarda además la tierra alguna sorpresa antropológica. A final de otoño y durante el invierno ha visto pastorear ovejas y cabras en la hierba fresca de Almatriche y Los Giles, que es decir ahí mismo, al lado de la urbe. No obstante, ha de reconocer que las rutas urbanas de los sábados por los barrios del municipio son de mayor interés y complejidad sociológicos y que a primera hora de la mañana la ciudad se despierta libre de humos y con agradable olor a pan, a café, a humedad, a gofio, a salitre, a ritmo lento. La ciudad no es hostil con los corredores de tierra, tampoco con los de asfalto, que son muy bienvenidos porque al correr ninguno es fulanito de tal o menganito de cual sino una especie aparte, una suerte de animal que no molesta, que forma parte del paisaje urbano, como un parterre, un adoquín o una palmera, y que hace kilómetros en silencio.

Desde el pescador en Las Canteras se dirigen a los Giles. Allí, en Los Giles, Víctor da vueltas y vueltas y busca y rebusca hasta que da con un ejemplar de manzanero kei que se camufla con forma de arbusto para soportar la sequedad del terreno. Víctor se alegra al comprobar que el manzanero sobrevive y entonces reanuda tranquilo la carrera por San Lorenzo y Almatriche para bajar al Guiniguada y llegar a Vegueta, seguir por el Risco de San Nicolás y el Paseo de San Antonio y bajar al Paseo de Chil y al fin a Ciudad Jardín para encarar la recta final hasta el Mercado Central del Puerto. Pero Víctor otra vez interrumpe la carrera y en Ciudad Jardín se empeña en visitar dos árboles que hay en una minúscula plazoleta en la confluencia de las calles Funchal y Dr. García Castrillo. Son también dos manzaneros kei a los que, de haberlos visto, Francisco González Díaz, apóstol del arbolado en Canarias y ecologista avant la lettre, hubiese prestado especial atención. Estos manzaneros kei, venidos desde Tanzania, están bien regados y son árboles con todas las de la ley, mucho más grandes y robustos que su pariente, el arbustillo de Los Giles.

Fuera de época, en la plazoleta quedan todavía algunas manzanas kei remaduras, más pequeñas de su tamaño normal, esparcidas por el suelo. El embozado forzoso coge una. Limpia su piel, más que nada para eliminar los restos que pudiera haber de caca o pis de gato o de perro o de rata, y luego la separa de la carne. La manzana kei es de color amarillo intenso y mancha los dedos. Aunque la que tiene en sus manos no sea el mejor ejemplar, el embozado forzoso la muerde. Sabe bien, a algo entre manzana y ciruela, un poco más ácida que ambas juntas. Luego coge otras dos y se las lleva. Después en casa lee que se reproducen por unas semillas que son minúsculas. Y, en efecto, son tan pequeñas que le cuesta descubrirlas. Las pone en un poco de tierra en un bote de yogur vacío y las riega para mantenerlas húmedas. Si las semillas brotan las llevará a Arucas y las plantará.

En esa sencilla acción sabatina se concentra el sueño de una carrera de verano, la recuperación de suelo agrícola y el atento cuidado institucional y colectivo de los paisajes naturales, rurales, de jardín y urbanos de Canarias. Ojalá esas semillas de manzanas kei den sus árboles y éstos sus frutos. Los flamboyanes y palmeras talados y sustituidos por tristes sombrillas plasticosas en el Pueblo Canario se alegrarán desde el otro mundo.

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