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Observatorio

Democracia, guerra y poder: Votos, bots y balas

Hablemos de democracia, guerra y poder o, si me lo permiten, solo de poder. Las comunidades humanas, aunque también las animales, son sistemas de dominación en los que una minoría se impone al resto. Esto puede hacerlo de diferentes maneras pero, en esencia, estamos hablando de poder y del ejercicio del mismo. Los humanos hemos ido evolucionando desde modelos de liderazgo basados en un líder que lo era por nacimiento, fuerza o disposición divina a modelos formales-legales donde todos los ciudadanos podían intervenir de manera directa en la elección de sus líderes y sus representantes. Ese modelo democrático ha parecido la mejor manera de gestionar esas relaciones de dominación y que una minoría no impusiera sus criterios sobre el resto, sin controles.

Y esa misma relación de dominación y poder no solo se ha producido dentro de las comunidades sino entre comunidades humanas. Porque las guerras no son otra cosa que el ejercicio extremo de la dominación de una comunidad sobre otra; tan extremo que, en ocasiones, el objetivo no ha sido exclusivamente el dominio territorial y de sus recursos sino el de la destrucción de esa comunidad, su lengua, su religión, sus creencias y, en casos extremos, su aniquilación para siempre de la faz de la tierra.

En las elecciones de los Estados Unidos se entremezclan ambas dimensiones: democracia y guerra. Desde el inicio de la guerra fría, los Estados Unidos como Rusia (Unión Soviética) han mantenido una larga guerra que perdura hasta hoy. Quizá la parte más visual fue la de una guerra con armamento nuclear, pero, en el fondo, no era una guerra por el control del territorio sino que era una guerra ideológica: un enfrentamiento entre dos concepciones del mundo, dos formas de organizar a la comunidad política.

En las elecciones de los Estados Unidos se entremezclan ambas dimensiones: democracia y guerra. Desde el inicio de la guerra fría, los Estados Unidos como Rusia (Unión Soviética) han mantenido una larga guerra que perdura hasta hoy

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En las elecciones presidenciales de los Estados Unidos de 2016 apareció un nuevo invitado: la influencia rusa, cuyo objetivo final era favorecer al candidato Trump, frente al establishment de Washington representado por Hillary Clinton; esto es, surgió una nueva y refinada forma de guerra, esto es, de dominación. En su formulación práctica fueron diversos los mecanismos los que se activaron. Hubo robo de material del Partido Demócrata que pudo dañar a la candidata Hillary Clinton, así como informaciones sobre el uso de su cuenta de correo privado cuando era Secretaria de Estado y poniendo en riesgo la seguridad nacional. Algunas de esas operaciones se realizaron a través de una ‘granja de trolls’ que abrieron cuentas en redes sociales, fragmentaron grupos de votantes, financiaron anuncios en Facebook y otras redes y operaciones apoyadas por la inteligencia rusa y de las que da buena cuenta el extenso informe del Senado de los Estados Unidos publicado en 2019 tras tres años de investigación.

En términos de inteligencia aquello fue una ‘sorpresa estratégica’, esto es, la primera vez que algo se hace así pero, como Pearl Harbour o el 11-S, ya no habrá otros. El impacto se alcanza la primera vez y luego hay que buscar nuevas vías porque el sistema se defiende y, lo que han supuesto los escáneres en los aeropuertos lo son ahora los controles más estrictos por parte de las redes sociales para evitar ser usados como parte de campañas masivas de desinformación. Por eso, lo que estamos viendo en 2020 es de mayor sutileza. Si entonces fue Rusia quien apareció como heraldo de este nuevo tipo de guerra, China se habría unido recientemente a este nuevo tipo de ejercicio de la dominación e Irán le estaría encontrando el interés, según la inteligencia estadounidense. Esto significa que el juego ya no es el mismo que en 2016: más actores, más interrelaciones y, por tanto, menos sorpresa y menor capacidad de obtener un rédito.

La ventaja de estos tres países frente a los Estados Unidos es que no son sistemas abiertos, esto es, no son sistemas democráticos y, como tales, no exponen en el terreno de batalla los mismos bienes. Cada cuatro años, los Estados Unidos -pero no solo ellos como se vio con la modificación de las elecciones en los Países Bajos ante el temor de una influencia rusa como la que también se produjo en la campaña del Brexit- ponen en juego a la figura de su Rey/Dama, pero no solo, sino que expone -y es por tanto una vulnerabilidad- a todo su sistema de representación democrático que es sutil e imaginativamente atacado por estas potencias.

No hablamos de desmoralizar al enemigo como alentaban a hacer aquellos bellos carteles de propaganda de la Segunda Guerra Mundial, hablamos de hacer dudar a los ciudadanos de la propia bondad y superioridad de su sistema democrático; en el fondo, se busca debilitar al adversario y obtener poder sobre él. Sería un error entender que se busca la elección de uno u otro candidato porque aquello mejoraría las posiciones estratégicas de Rusia, China o Irán. Entre Demócratas y Republicanos no hay tanta diferencia y, además, lo que quizá se pueda ganar con un candidato en fortaleza de política comercial se pueda perder con, digamos, inversión militar del otro.

Por tanto, en juego no está decidir si quiero atacar al Rey o atacar a la Dama, en el fondo está el decirle a los peones que el tablero de ajedrez está trucado y que no merece la pena luchar en él. Estamos influyendo en si los peones -trasmutados en ciudadanos- apoyarán operaciones militares en el exterior, políticas comerciales más o menos agresivas, sanciones a regímenes autoritarios, injerencias en zonas alejadas con el coste de vidas y recursos… Hasta ahora las democracias -y sus ciudadanos- esgrimían convencidos la superioridad de sus sistemas democráticos sobre la de otros países. Estas actividades de influencia en las elecciones de los Estados Unidos buscan debilitar al país, hacerlo más débil, más vulnerable sin necesidad de enviar a un solo soldado. El debilitamiento del Estado es una nueva guerra incruenta, silenciosa y limpia; una nueva forma de ejercer el poder en la que los enemigos de las libertades, de momento, llevan ventaja.

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